La conciencia de un escritor
Hermann Broch debe su fama a La muerte de Virgilio, un texto que a la evocación del tiempo de Augusto añade la confesión lírica personal. Como ocurre con las grandes novelas, ni el argumento ni las pericias técnicas son la sola razón de su relieve, sino la fuerza reflexiva del texto y la resolución de una forma exigente.
Un Virgilio agónico revisa los avatares de su existencia, concentrados en el trance de la muerte. Por encima del tiempo, el escritor vienés exiliado en Estados Unidos que era Hermann Broch establece analogías entre la Roma clásica y el milenarismo nazi. Una cuestión básica para el escritor era la función de la obra artística, que el poder intenta aprovechar en beneficio propio. La voz del poeta y el sentido de su arte se demuestran por la resistencia que oponen al poder o a las modas. Tanto la trivialidad como el utilitarismo ocupan en su obra un rechazo ejemplar.
El divorcio entre el afán de conocimiento y la vocación literaria fue en su caso evolucionando en detrimento de la segunda; y la sola dimensión estética casi dejó de interesarle. La obra de reciente traducción que lleva por título El maleficio ilustra dicha polaridad, que Hannah Arendt lamentó hasta el punto de considerar a su amigo Broch un escritor a contravoluntad, como le definió en la introducción a sus ensayos.
La contraportada de esta edición reproduce un elogio de George Steiner: "El maleficio, de Broch, es una de las novelas más importantes del siglo XX y quizá sea más significativa que el Doctor Faustus de Thomas Mann. En ambas se trata de desvelar las raíces del nazismo a través de la forma poética de la literatura". Aunque el mérito de la producción brochiana es indudable, El maleficio no alcanza el grado de intensidad de La muerte de Virgilio, que Steiner ya valoró en su ensayo Lenguaje y silencio.
El maleficio, que primero se titulaba El tentador, viene a ser una especie de diagnóstico del fascismo, entendido como un veneno y una insidia contaminadores de una Europa ideal, la representada en gran parte por los artistas e intelectuales judíos de la preguerra de 1939. Es un texto para lectores ávidos de discurrir por la línea que separa lo narrativo y lo que son materiales de difícil resolución en novela. A las preocupaciones de sus últimos años por la situación política mundial, por los problemas del conocimiento y de la psicología de las masas, hay que sumar en Broch un lenguaje menos referencial que tendente a la sublimación lírica.
Muy marcado por el sentido religioso de la existencia y atento a los cambios de los años treinta y cuarenta, a Broch le obsesionaba la degradación que advertía en torno suyo, la pérdida de valores. Se movía entre la nostalgia por una tradición perdida y el afán de recuperar una nueva armonía. La expresión extrema de tal empeño es La muerte de Virgilio, una apuesta por la escritura y sus límites, tensa entre la forma artística y su función real en la sociedad, que el poder (Augusto) se arroga en beneficio propio. Paralelamente, con su novela de la montaña (el Bergroman, título con el que aludía al hoy titulado El maleficio) intentaba un diagnóstico, y una superación, de la marcha a los abismos del siglo XX.
Broch sitúa la acción en un
escenario idílico (la región del Alt Aussee de algunas de sus estancias de trabajo en Austria), donde dos comunidades entran en conflicto por la acción maligna de un tentador y maléfico Marius Ratti. Éste inyectará en ellas un recelo fratricida, al despertar su codicia por la explotación del oro en una mina abandonada tiempo atrás. A Ratti se le enfrenta la figura elocuente de Mutter Gisson (madre Gisson=anagrama de Gnosis=conocimiento), símbolo de la fuerza natural resistente a la demagogia de Ratti, que quiere expulsar de la comunidad al comerciante Wetschy, ajeno a la "autenticidad" de los campesinos. En una escena de salvaje atavismo, la joven Irmgard, seducida por Ratti, se ofrece como víctima para que su sangre purifique la montaña. Esta suerte de rito mortal escenifica el cúmulo de ideas encontradas que asediaban a Broch; y su exorbitada apuesta por un libro en el que la retroacción a un mito agrario como el de Deméter fuera significativa de los dramas de su presente. Tener fe en la tierra, a pesar de todo, es una suerte de mensaje tácito en un autor que se preocupó por la democracia y sus dificultades, lo que tiene que ver con los imperativos de una realidad nunca ajena al fenómeno religioso. La novela parte de las reflexiones del protagonista, un médico que vela por las gentes de la montaña y se siente alarmado por los estragos de la demagogia de Ratti. El sentido alegórico del texto, extremo en ocasiones, alude con acierto a los peligros que rondan la normalidad aparente de ciertas situaciones, y el factor de los fenómenos de masa, que pueden alterar la visión de mentes templadas como la del médico; impresionan también sus memorables descripciones paisajísticas. La poesía encuentra su camino más allá del registro de lo concreto, y de ahí un lirismo admirable, pero que no llega a ofrecer una visión de época comparable a la de su novela sobre Virgilio.
Como una de las conciencias poéticas del siglo XX, Hermann Broch ha de seguir interesando a cualquier lector curioso del destino y del sentido de Europa. Para el conocimiento del autor, resulta imprescindible la lectura de su Autobiografía psíquica. Este texto, admirablemente traducido por Miguel Sáenz, abarca los dos aspectos de la persona de Broch: autoinspección subjetiva y compromiso productivo incesante. El irreductible carácter problemático del autor, que arranca de una infancia poco atendida, mientras que el hermano menor es el favorecido, se bifurca en una torturante tensión. De una parte, extrema responsabilidad en las obligaciones de la empresa textil familiar, que le disgustan pero a las que se obliga como justificación. O tal vez, de otra parte, como reparación compensatoria de su vocación auténtica, la escritura; pues ésta le hace verse culpable. De lo uno a lo otro, desde los presupuestos teórico ambientales de un imaginario finisecular que diagnosticó certeramente en su estudio sobre Hugo von Hofmannsthal -llevado a efecto también durante el exilio-, Hermann Broch ofrece un perfil extraordinario del intelectual del siglo XX.
La Autobiografía psíquica pone de manifiesto, como muy pocos documentos, los entresijos del autor, su intimidad erótica, los fantasmas de sus frustraciones y logros y, en definitiva, el sistema de autocompensaciones con los que Broch regulaba una complicadísima red de hilos sentimentales y de trabajo. Los años del exilio en Estados Unidos fueron de una fecundidad extraordinaria. Broch colaboró en grupos preocupados por el futuro de las naciones, estuvo en contacto estrecho con Thomas Mann y Einstein, intentó propuestas de idealidad ejemplar para el mantenimiento de las democracias, sin hacerse excesivas ilusiones. De todo ello surgen ejemplos y anécdotas puntuales ilustrativas en estas páginas que, junto a la biografía de Paul M. Lützeler (Alfons el Magnànim, 1989), retornan un abanico de temas y preocupaciones fundamentales y aún hoy urgentes en la figura del autor de La muerte de Virgilio.
Con estas páginas, extraídas del archivo Broch de la Universidad de Yale, el lector asiste a una aventura mental (como la de Klemperer, o la de Benjamin o la de Canetti) que le sitúa en uno, por no decir el único espacio mental habitable para el presente. Por la memoria, y contra ciertas blindadas coberturas editoriales para las que la ventilación publicitaria del producto ahoga el libro (o aquello que llamábamos así, cuando sólo el texto era el sentido), la vulnerabilidad de Broch constituye un testimonio de heroísmo cultural impagable. "Autobiografía psíquica" y "Autobiografía como programa de trabajo" son las dos partes de un texto estimulante como vía ideal de acceso a la comprensión de quien supo entenderse a sí mismo como un Donquijuanjote del siglo pasado.
Hermann Broch. El maleficio. Traducción de Claudia Baricco. Adriana Hidalgo. Buenos Aires, 2003. 421 páginas. 22,42 euros. Autobiografía psíquica. Traducción de Miguel Sáenz. Losada. Madrid, 2003. 221 páginas. 16 euros.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.