Polvorín iraquí
Casi dos meses después de que George Bush declarase finalizada la guerra en Irak, las hostilidades se multiplican en el país ocupado. El goteo de muertes iguala ya las pérdidas estadounidenses en la fase bélica aguda y se acaba de ampliar a los soldados británicos -seis muertos y ocho heridos en el área de Basora en circunstancias aún no del todo aclaradas-, lo que pone en cuestión el modelo contemporizador de las tropas de Londres. La resistencia a la ocupación se manifiesta también en continuos sabotajes: Bagdad estaba de nuevo ayer sin electricidad y la tercera explosión de un oleoducto en cuatro días compromete el abastecimiento de una refinería clave.
Los ataques armados responden a una constelación de factores. Son primordiales la reorganización de elementos leales al régimen de Sadam -el acoso contra las tropas de EE UU se produce sistemáticamente en la zona suní del país, entre los valles del Tigris y el Éufrates, bastión tradicional de los baazistas- y el reagrupamiento de islamistas radicales, en yihad contra el invasor; numerosos hechos avalan en el sur una creciente influencia del fundamentalismo chií. Pero hay otras causas. Van desde el resentimiento provocado por el fácil uso estadounidense de la fuerza hasta el polvorín representado por decenas de miles de soldados del ejército disuelto que no han cobrado las pagas prometidas. Irak es un país armado hasta los dientes y la hostilidad hacia el invasor se agudiza por una astronómica disparidad cultural.
La violencia creciente compromete gravemente la reconstrucción material y política del país y reduce el margen de maniobra de Washington para controlar la transición. Los acontecimientos parecen ir por delante de la capacidad de los ocupantes para dominarlos, pese a los 150.000 soldados desplegados. El mayor peligro es que las escaramuzas esporádicas de hoy se conviertan mañana en resistencia organizada. Algo que presumiblemente sucederá si no se mejora rápidamente el nivel de vida y se instala un germen de Gobierno que los iraquíes identifiquen y consideren como propio.
Las expectativas en este sentido no son alentadoras. El plenipotenciario estadounidense condiciona las elecciones a la ratificación de una nueva Constitución, un proceso que, en el mejor de los casos, llevará muchos meses; pero también a la mejora de la seguridad y al funcionamiento regular de los servicios básicos. Razonable todo ello, pero algunas de las medidas de envergadura anunciadas por Paul Bremer el mes pasado para cambiar por completo el perfil del país árabe -liquidación efectiva del partido único, reformas económicas, creación de un ejército embrionario- tardarán años en ser operativas. Y no parece que la situación actual pueda prolongarse mucho sin exponerse a un salto cualitativo de alcance impredecible.
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