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Columna
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Cincuenta

Ejercen los números un misterioso poder sobre las cosas a las que se adhieren: como si fueran algo más arcano o terrible que muescas sobre una corteza o signos en un calendario, se les responsabiliza de cataclismos, venturas, promesas, se les interroga en busca de esa verdad que tan envuelta de cáscaras se presenta a los hombres. Los números están despojados de inocencia; quien se acerca a ellos no ve un inocuo guarismo sobre un papel, no la suma de una serie de unidades sucesivas: contempla un mensaje cifrado, una adivinanza que rebasa el plano de la aritmética para asomarse a estratos más oscuros y profundos de significado. Recordemos el poder nefasto con que se nos impone el número trece, o el dorado oropel que transmite el millón. El tres y el siete conservan algo de la magia turbia de los ocultistas; su reputación de números centrales probablemente se deba a que Dios es tres a la vez que uno, a que la ceremonia de la creación le llevó siete días, incluyendo vacaciones. Nuestros cerebros están habituados a la rutina cíclica que ordenan las cantidades: llamamos siglo al paquete de cien años, no al de ciento veinticinco, reservamos una palabra, lustro, para los períodos de cinco años sin que exista otra que designe a los de nueve, estimamos que resulta pernicioso mojarse la barriga a partir de los cuarenta, pero de los treinta y ocho no se acuerda nadie. A veces, uno siente la tentación de creer que todos dependemos de los números como de nuestros esqueletos, esos andamios escondidos sin los que el alma se nos derramaría en el suelo.

Pero yo quería hablarles de un número en concreto, el cincuenta. Ciertamente no es un número de mucho renombre, no puede competir con la alcurnia del diez (el tetractys pitagórico) o del cien (la Guerra de los Cien Años, el Imperio de los Cien Días), pero posee su importancia: pensemos en las bodas de oro o en aquel dictamen de Platón, según el cual nadie debería dedicarse a la filosofía hasta no haber cumplido el medio siglo. A su número cincuenta acaba de arribar la revista Mercurio, una publicación mensual que desde hace cinco años se ha propuesto desde Sevilla acrecentar nuestro interés por la lectura: una iniciativa plenamente andaluza, hecha por andaluces y dirigida a ellos, que quiere demostrar con su tesón que a pesar de la temperatura el desierto también guarda algo de vegetación en su interior. Como sabemos desde la escuela, cincuenta en números romanos se escribe L, letra que casa muy bien con el carácter de esta revista y sus responsables. Les corresponde la L de lealtad, porque mes a mes han estado ahí junto a sus lectores, en cada librería en que se oferta gratuita, a pesar de las celliscas y los vientos en contra, que han sido muchos y duros; y por esto mismo les conviene la L de lucha, la que han tenido que sostener en un medio hostil como es el nuestro para mantener en pie una publicación de sus características, abierta al gran público, sin sectarismos, sin élites, sin caer en obviedades, manteniendo a la altura precisa el listón de la calidad. El cincuenta es un número hermoso, se me ocurre escribirle desde aquí a Javier González, director de Mercurio, y a sus acólitos en la redacción: pero el cien es mucho más rotundo, definitivo, total. La mitad del camino ya está hecha.

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