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Columna
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'Furs'

En política los gestos son lo que la liturgia a la religión. En todas las políticas hay referentes demiúrgicos -incluso, a veces, despojados de su sentido primigenio o reconducidos a versiones equívocas, o maquilladas, o fruto de lecturas que nunca dejaron ver el bosque-, que operan de signos de identidad o de declaración de intenciones. Que esos gestos icónicos residan en lugares, músicas, conceptos o efemérides es indiferente; lo que importa es su valor denotativo de lo identitario. De ahí que, unas veces, sus deudos se ocupen con diligencia en un oportuno ejercicio de reedición y acomodación; otras, sus oráculos, a una exaltación sin tapujos; y, en fin, en no pocos casos, los estrategas de la causa se entreguen a una meditada, ponderada y cuidadosa puesta en escena de versiones melifluas y a la vez soportables de esas señas fuera de la cofradía que las posee para conseguir un rango reconocido y asumido por todos.

La más pequeña de las comunidades dispone de su santoral, de sus mitos y tabúes, de sus glorias y desgracias. Unos municipios se enorgullecen de su pasado remoto ligado a monarcas discutibles, otros de su reciente esplendor económico ya caducado. Cada grupo levanta un altar a su tribuno donde puede, dentro del armario o en efigie pública, pero raro es el movimiento social o político que no tenga un cementerio luminoso para empedrar de intenciones el futuro.

Este pequeño país nuestro, esta proyección política contemporánea del antiguo Regne de València que se cruzó en las mesas donde se mercadeó un cierto modo de su restauración política con el moderno País Valencià, dando lugar a la Comunitat Valenciana, una república de facto diseñada con límites imprecisos dentro de la precisa unidad del Reino de España, nació con miedo, entre salvas hostiles del franquismo agazapado en movimientos definidos por su negatividad y renuncias memorables de los aparentes partidarios de la joven república alineada tras el símbolo monárquico del Penó de la Conquesta, y desembocó en una soportable frustración colectiva llevadera hasta hoy.

Los símbolos de la CA resultante fueron datos de derrota para unos y victoria de la nada para otros; las referencias posteriores a lo común, un granero donde hurgar para levantar y mantener las suspicacias, cuando no un recurso fácil para hacer perdurar la desmemoria siempre que ello conviniese; la adopción y oficialización de los correspondientes iconos, un obligado tributo a los beneficios que producía el modelo en términos de poder; y, en fin, la normalidad de la percepción de aquellos, como un a modo de beatífico anestésico para las mayorías.

Cuando el 19 de junio, Francesc Camps, juró su cargo extendiendo la mano sobre los textos de la legalidad común (Constitución y Estatuto de Autonomía), los de su convicción religiosa (la Biblia católica) y una edición de los Furs de València, el acto legal de obligado cumplimiento (acatamiento de la Constitución y del Estatut) tomaba una dimensión nueva y trascendente: el President, poniendo también su mano sobre los Furs, emuló a todos aquellos hombres públicos, incluidos los soberanos, que en nuestro pasado foral entendían fuente de su autoridad el hecho previo de su jura, reconociéndoles a los Furs con ese gesto el valor simbólico de testigo/fuente de nuestro actual autogobierno, y al autogobierno que se dispone presidir la referencia inequívoca de nuestro pasado foral. Ningún otro podría ser su significado.

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