_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Soledad y abandono

Manuel Cruz

Aunque ha disminuido mucho su empleo, todavía es frecuente tropezarse en contextos muy diversos con un tipo de afirmaciones acerca de la forma de vida en las grandes ciudades en las que se subraya la paradoja de que, dándose en ellas la concentración de un número tan elevado de individuos, apenas existen vínculos interpersonales, siendo extremadamente frecuente el desconocimiento mutuo, incluso entre los miembros de grupos o comunidades pequeñas. Tal análisis, heredero en último término de los planteamientos que presentara el sociólogo norteamericano David Riesmann en su libro de los años cincuenta La muchedumbre solitaria (aunque en sentido análogo se han ido pronunciando posteriormente autores como el celebrado Richard Sennett entre otros), acostumbra a coronarse con la referencia al ejemplo de que casi todos nosotros, viviendo en inmuebles habitados por una considerable cantidad de vecinos, a menudo ignoramos la identidad del que vive en la puerta de al lado en nuestro mismo rellano.

El análisis ha ido entrando en desuso sobre todo por lo que hace a la tesis última que pretendía sostener, que no era otra que la tesis del radical aislamiento del hombre contemporáneo. Es cierto que resulta frecuente no conocer al vecino de al lado, pero eso en modo alguno implica que hoy en día se viva aislado. Pensemos, por ejemplo, en el ritual que acostumbra a seguir cualquier persona cuando se retira a su domicilio, tras finalizar su jornada laboral: abre el buzón por si le ha llegado alguna carta, pregunta al entrar en casa si ha telefoneado alguien, mira la ventanita del contestador automático por si tiene alguna llamada y muy probablemente eche un vistazo a su ordenador buscando algún nuevo mensaje de correo electrónico. Tras haber cumplimentado este ritual, lo más normal es que encienda el televisor o sintonice un programa de radio (en el que, por lo demás, no sería raro que se le ofreciera participar a través de las llamadas telefónicas, los e-mails o los mensajes de texto del teléfono móvil), sin excluir la posibilidad de que entre en algún chat, de acuerdo con su edad y sus preferencias. A simple vista no parece, desde luego, el panorama de una existencia muy aislada.

A pesar de esto, no habría que descartar que la pervivencia del tópico fuera en sí misma indicativa de algo (distinto a lo que el propio tópico sostiene expresamente). Sin duda que en el énfasis en las maldades de nuestra vida urbana hay mucho de reacción antigua y visceral hacia los cambios, especialmente cuando éstos comportan una transformación radical en nuestro modo de existencia. La reacción es criticable en la medida en que se sirva de argumentos que falseen la naturaleza del pasado o del presente. Cosa que parece ocurrir cuando se contrapone a la situación actual la de una supuesta Arcadia feliz preurbana y pretecnológica en la que existía una relación fluida, transparente y constante entre las personas, situación idílica de comunicación y conocimiento mutuos que habría sido arruinada, según este relato, no sólo por las grandes aglomeraciones urbanas sino también por un desarrollo tecnológico (radio, televisión, etc.) que habría acabado con un ancestral gusto por la palabra en común.

Pero, insisto, junto a esta fantasía nostálgica por un pasado que nunca existió, la persistencia de los tópicos acerca de la muchedumbre solitaria expresa también la persistencia de un profundo malestar, que acaso determinadas transformaciones sociales no han hecho otra cosa que incrementar. Por ejemplo, los cambios radicales que en los últimos tiempos se han venido produciendo en la estructura familiar (Ulrich Beck ha escrito cosas pertinentes al respecto en su libro La sociedad del riesgo y entre nosotros tuve la oportunidad de escuchar recientemente interesantes consideraciones de la socióloga Pilar González acerca de esta cuestión), con el debilitamiento del vínculo conyugal tradicional y la aparición de nuevas formas de familia (monoparentales, homosexuales con hijos adoptados, etc.), han incrementado de manera notable el número de personas que viven solas, número que en ciertos países empieza a suponer una proporción muy alta sobre el conjunto total de la población. Lo que es como decir que la conquista de espacios de libertad dentro de la institución familiar ha tenido como correlato inexcusable la aparición de lo que bien pudiéramos llamar bolsas de soledad.

Esta situación parece haber sacado a la superficie un problema que antes, cuando el peso de la tradición presionaba a los individuos a vivir juntos, quedaba semioculto. En nuestra sociedad los individuos no parecen estar preparados para permanecer solos, constituyendo esta falta de preparación -mucho más, por cierto, que un presunto déficit de interlocutores- la auténtica raíz del problema. Dicha falta representa una carencia profunda, casi constituyente, a la que su familiaridad ha acabado por tornarnos insensibles, hasta el punto de que sólo empezamos a percibirla a través de la exageración. En ese soberbio testimonio vital que es el libro Al correr de los años, Arthur Miller relata su experiencia con una banda de delincuentes juveniles de un barrio de Nueva York. Una tarde, estaba jugado con ellos al beisbol cuando alguien lanzó la pelota a la parte más alejada del campo. Miller volvió la cabeza y cuál no sería su sorpresa al ver que diez o doce chicos corrían detrás de la pelota. Ninguno de ellos estaba dispuesto a ir solo: tenía que ir toda la banda. Más tarde, Miller cayó en la cuenta de la razón de tan extraña conducta colectiva: "el chico podía fallar y perder la pelota, y en ese caso no soportaría la humillación".

Planteada la cosa en términos generales, tal vez se pudiera decir que el que teme a la soledad lo que necesita (o cree necesitar) es la presencia del otro. Dicha percepción es desde luego abiertamente discutible, como a menudo los propios individuos que antes experimentaban tan fuerte necesidad terminan por descubrir cuando están con alguien el tiempo suficiente. El otro no siempre nos libera de nuestra propia soledad. Más aún, a menudo hace que percibamos su auténtico calado. El antídoto frente a la soledad no está fuera de uno mismo, sino en el propio interior (si se me permite un lenguaje de tan inequívocas resonancias dualistas). En la medida en que el miedo a la soledad revela, como el ejemplo de Miller deja claro, una exasperada y enfermiza manera de necesitar a los demás, vivir en soledad exige un aprendizaje, un trabajo sobre uno mismo. Habrá quien proponga desarrollar dicho trabajo de diversas maneras, por ejemplo a través de diferentes técnicas de autoconocimiento, algunas de ellas tan antiguas y lejanas como respetables. No seré yo quien discuta las virtudes que puedan ofrecer cualesquiera formas de apaciguar el oleaje interior de los individuos, pero, por lo que se verá, considero preferible encarar el último tramo del presente texto haciendo referencia a una de las formas de aprender a estar solo, la lectura, más representativas de nuestra tradición cultural.

La lectura representa, en efecto, una manera solitaria de estar con los demás. Se recordará lo que hacía en la película Copycat la protagonista, afectada de agorafobia, en medio de un ataque de pánico: se colocaba ante su ordenador, se conectaba al chat correspondiente y preguntaba, desesperada, "¿Hay alguien ahí?". Su reacción ejemplificaba con notable claridad una determinada manera, ciertamente frecuente hoy en día, de intentar huir de la soledad. Pues bien, no estará de más recordar que aquella elemental pregunta hace mucho que dispone de respuesta. Buscar entre los libros es, de entre las formas que conocemos de intentar establecer un diálogo, la más potente, rica y ambiciosa: nos responden los que están y los que se fueron, los vivos y los muertos, los que tenemos y los que nos faltan. Ya sé que el desesperado piensa que ese tipo de comunicación no le sirve, porque está persuadido de que la respuesta que necesita ha de ser en tiempo real, pero habría que preguntarse si esa instantaneidad anhelada merece ser calificada de tiempo real o, por el contrario, constituye un tiempo del todo irreal, esto es, supone la desaparición absoluta del tiempo (con lo que se introduciría la sospecha acerca de si no será precisamente la vivencia del tiempo lo que le resulta insoportable a nuestro desesperado). Los textos son, ciertamente, palabra aplazada, pero precisamente por ello constituyen una residencia del tiempo. Del tiempo solitario de los autores y los lectores, que en el instante mágico de la lectura ponen a prueba sus respectivas experiencias. La lectura muestra entonces su más auténtico rostro: constituye no sólo una particular manera de estar solo, sino también una manera silenciosa de estar con los demás al mismo tiempo.

Con estas últimas consideraciones no se persigue encontrar el final feliz a toda costa, rompiendo una bienintencionada lanza a favor de la ilustrada causa de la lectura o reivindicándola como el anhelado remedio que precisa el hombre contemporáneo para combatir su soledad. Además, tampoco hay que llamarse a engaño al respecto. Tal vez esa experiencia, a la vez íntima y compartida, que es la lectura, esté ella misma en trance de desaparición o cuanto menos en serio peligro, si hemos de creer en el testimonio lúcido y desesperanzado que presenta Franco Ferraroti en su notable libro Leerse, leer (Península). O tal vez suceda que, por todo lo que quedó señalado, al hecho de leer siempre le ha acompañado un destino en cierto modo ambiguo, según el cual tanto puede aparecer como el refugio para el que quiere estar solo como representar un alivio para el que quiere atenuar su soledad. En cualquier caso, no es eso lo que importa ahora. Lo que la referencia a las vicisitudes de la lectura pretendía finalmente mostrar es que el problema de la soledad en nuestra época se ubica en un lugar distinto, bastante alejado de donde se le suele plantear. En sustancia: acaso lo malo no sea estar solo sino quedarse solo. Lo que es como decir: el problema no es la soledad, el problema es el abandono. Pero eso es ya empezar a hablar de otro asunto.

Manuel Cruz es catedrático de filosofía en la Universidad de Barcelona

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_