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Columna
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La religión y sus privilegios

Josep Ramoneda

Si en algún terreno pervive la herencia de Franco, a los 28 años de su muerte, es en el mantenimiento de algunos de los privilegios que la Iglesia del nacionalcatolicismo se cobró a cambio de la cobertura ideológica de la dictadura. Llevamos 25 años de normalidad constitucional y la Iglesia católica sigue resistiéndose a perder algunas de las prebendas que entonces conquistó. Incapaz de afrontar la competencia de las otras religiones con sus propios recursos, la Iglesia católica sigue exigiendo que el Estado la socorra con los dineros de todos -lo que debía ser una situación provisional se está convirtiendo en crónica- y con la canalización de la propaganda católica a través del sistema educativo. Y encima se ofenden cuando alguien les señala con el dedo. La jerarquía he tenido siempre muy claro que la caridad bien entendida empieza por uno mismo.

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En estos días han sido de actualidad dos hechos bien distintos: el Gobierno español da a la asignatura de religión el mismo rango académico que a cualquier asignatura científica, incluidos sus efectos en las puntuaciones del bachillerato; el Gobierno francés prepara una ley para prohibir los signos religiosos en las escuelas públicas. Un Gobierno refuerza el privilegio de una confesión -la católica-, de transmitir su doctrina -los profesores son designados por la Iglesia y pertenecen a ella- a través de la red de enseñanza del Estado; otro Gobierna, refuerza, ante nuevas problemáticas de raíz religiosa -como el velo islámico- la neutralidad del Estado basada en el principio de laicidad, fundamento de la sociedad abierta. Los dos gobiernos son de derechas, sus tradiciones son bien distintas. Por sus hechos les conoceréis.

La jerarquía eclesiástica -el arzobispo primado de Toledo, por ejemplo- y sus intelectuales orgánicos dicen que "no se puede confundir la aconfesionalidad del Estado con un laicismo que es otra forma de confesionalidad". Falso. El laicismo -lo recordaba el pasado jueves en Barcelona Olivier Roy- no va contra la religión sino a favor de la separación entre la religión y el Estado. El hecho de pronunciar este principio de separación implica un reconocimiento de la religión y de sus derechos, conforme a la libertad de expresión y asociación propios de la sociedad democrática. Precisamente gracias al principio de laicidad, el islam no es ningún tabú en Francia, está reconocido como religión y goza de los mismos derechos que cualquier otra. ¿El laicismo reduce a la religión al ámbito de lo privado? La sitúa, efectivamente, en el terreno de la sociedad civil y le niega el derecho a imponer normas colectivas de conducta por las vías del Estado que vayan más allá de las obligaciones libremente aceptadas por sus feligreses. La historia está llena de lecciones sobre las consecuencias de la confusión entre Iglesia y Estado. Y en las sociedades democráticas las iglesias, confesiones y creencias tienen toda la libertad de movimientos y de acción que caben en el marco jurídico que los ciudadanos se han dado. Nadie, por el hecho de invocar a Dios, puede pretender situarse por encima de los demás.

Convergencia i Unió, siempre a la greña en cuestiones de enseñanza con el Gobierno, curiosamente rechaza la pretensión gubernamental de exigir una mínima calificación de cinco en los exámenes de reválida -es decir, una cuestión de control de calidad- y, en cambio, aprueba la consagración de la asignatura de religión -es decir, un privilegio otorgado a la Iglesia católica. Es cierto que Pujol, como Aznar, ha defendido que la Constitución europea señale el aporte cristiano a la historia de Europa. Pero esto es una cuestión de reconocimiento histórico que nada tiene que ver con otorgar un privilegio presente. Convergència i Unió ha desoído, a menudo, en Cataluña a la Iglesia católica en materia de costumbres -para no incomodar a la parte liberal y descreída de su clientela- y, sin embargo, acepta el privilegio educativo.

Los tiempos no son sencillos para la religión católica. Su monopolio en la sociedad española ha sido quebrado hace tiempo. La irrupción del islam globalizado aumenta la preocupación ante una jerarquía poco acostumbrada a compartir el espacio de lo religioso. La pluralidad religiosa de las sociedades contemporáneas es un hecho irreversible. Tendrán que acostumbrarse. Es verdad que enseñar una religión a través de la escuela pública da mucha ventaja porque le otorga el doble marchamo de propia y verdadera. Mi hija de 13 años me decía: "¿Cómo puede creer alguien que su Dios es el verdadero si hay tantos dioses y tantas religiones?". La pluralidad no le hace la vida fácil a la religión. Antes se daba por supuesto que religión y cultura iban juntas y, por tanto, había una correlación entre país y religión. La globalización está acabando con esta aparente homogeneidad. Las religiones se desterritorializan -como dice Olivier Roy- y con ello pierden relación con sus culturas tradicionales de origen y se contaminan unas a otras, al alcanzar grados de promiscuidad hasta ahora bastante inéditos. Y los atributos de universalidad y catolicidad de la Iglesia pierden relevancia. Una de las consecuencias de este fenómeno de mundialización de las religiones es la reaparición de los fundamentalismos, que no es privilegio de ninguna de ellas. Ante la competencia y el vértigo de la desterritorialización surge la tentación purificadora, el retorno a lo esencial, a las formas más desencarnadas -y más intransigentes- de religión. En cualquier caso, la competencia es dura. Y la actitud de Juan Pablo II ante la guerra de Irak no se entendería completamente si no se tuviera en cuenta la competencia creciente que los católicos encuentran en Latinoamérica por parte de religiones evangelistas financiadas por Estados Unidos o la necesidad de conservar la minoría católica de Irak.

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Los tiempos cambian, los privilegios para la Iglesia católica son un anacronismo que nos retrotrae al nacionalcatolicismo. Las iglesias nacionales no existen. Si la Iglesia sale con la ventaja de ser la de mayor implantación en España, a ella corresponde aprovecharla. Pero esta condición mayoritaria no le da derecho a un apoyo privilegiado del Estado. Al fin y al cabo, su parte de responsabilidad tendrá si hoy España es uno de los países más laicos y descreídos del mundo.

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