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Columna
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Tesis

Tiempo de exámenes y presentación de tesis doctorales en las universidades andaluzas. La defensa de una tesis tiene algo de medieval: toda esa solemnidad un tanto caduca, el escudero dos niveles por debajo de un tribunal compuesto por caballeros, las palabras de siempre (sobre todo por parte de quien sólo ha hojeado el mamotreto) y el espaldarazo final: nosotros, los sabios, te aceptamos como uno de los nuestros.

La tesis del otro día era excelente. Su autor no era un joven que la hubiese culminado sin haber salido todavía de la casa de sus padres, sino un profesor de instituto. Había comenzado su trabajo en 1997 y lo presentaba ahora, seis años después. Sólo quienes hayan dado clase en secundaria saben el cuerpo que se le queda a uno al final de la jornada: no es el más adecuado para poner en marcha el pesado engranaje cerebral que te convierte de profesor en estudiante. Tras esos centenares de folios bellamente encuadernados que el doctorando presenta al tribunal hay casi siempre muchas horas de lectura atenta, muchas notas, mucho tiempo de mano en la mejilla y reflexión, bastantes renuncias, períodos de desmoralización y no demasiadas satisfacciones: la personal y la felicitación del tribunal, si es que eso puede dar alegría. En los concursos de traslado para los profesores de secundaria la realización de tesis doctorales puntúa 0,5 o algo así. En España la investigación se sigue confiando al ahorro personal y al entusiasmo. Por eso es tan admirable que una persona con la vida resuelta y un trabajo tan extenuante no haya agotado sus reservas de ilusión y sea capaz de ponerse manos a la obra, sabiendo que al final de ese trabajo descomunal no le subirán el sueldo ni le elevarán el rango. Ni siquiera le pagarán una cena. Qué va. ¡La cena encima la tiene que pagar él! La cena a los miembros del tribunal, a cargo del nuevo doctor en un restaurante que no sea muy barato, es una costumbre sagrada en España, un resto de feudalismo, y me extraña que no se haga constar en los impresos de matrícula.

Nosotros, claro, también nos fuimos a cenar, y hablamos de la enseñanza pública. Nos quejamos. Unos por padres, otros por maestros. Un miembro del tribunal, un catedrático, elogió la segregación de los alumnos en función de sus capacidades y resultados, una política hacia la que se tiende. No creo que este catedrático sea excepcional ni mucho menos; creo que mucha gente es partidaria de esta herramienta para mejorar la enseñanza. No es eso lo que me sorprende, sino la docilidad con la que hemos aceptado que es imposible mejorar la escuela pública dedicándole más dinero; la naturalidad con que permitimos que buena parte de los pocos recursos que se le dedican, nuestro dinero, se vaya a la enseñanza concertada, a manos de particulares. Es cierto que la segregación estimula a los mejores. Y desanima a los peores. También se estimularía a los mejores con clases de quince alumnos, con instalaciones adecuadas, con una biblioteca bien surtida y con una buena preparación en idiomas en vez de tanta religión, sin necesidad de condenar a los peores a serlo para siempre y sin solución.

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