Fany
Estaba intratable. Malhumorada e irascible, quien se acercaba a ella corría el riesgo de recibir un bufido. Apenas hablaba, patentizando en todo momento que lo mejor era dejarla sola y entregada a su mismidad. Preciosa y con ese moreno racial de las féminas que dibujaba Julio Romero de Torres, Fany es una de las 26.000 almas que la semana pasada se enfrentaron en Madrid a la selectividad. Esta prueba realmente les trastorna. Acudir a un escenario inexplorado a poner en cuestión los conocimientos adquiridos durante toda su etapa escolar llega a desconcertarles hasta límites insospechados. Van con la sensación de jugarse el futuro a una carta y que si el día D fallan o la suerte les traiciona no alcanzarán la media que les exige la facultad deseada y habrán echado por tierra en unas horas el trabajo de muchos años.
Esto en realidad es cierto sólo en parte, concretamente en un cuarenta por ciento, que es lo que pondera el resultado de la prueba en la calificación final de selectividad. Así que paradójicamente los examinandos que comparecen atacados de los nervios suelen ser los que sacaron mejores calificaciones en bachillerato y en consecuencia más tienen que perder. El de Fany es es el caso. Desde su primer día de clase, aquel en el que cruzó la puerta del cole con la lágrima puesta, parecía estar preparándose para superar este momento. Sin que nunca la apretara nadie, aquella criatura ha venido ofreciendo un recital permanente de fuerza de voluntad. Su peculiar forma de estudiar constituye ya todo un clásico para quienes convivimos con ella. En abierto contraste con su carácter intimista y reservado Fany escenifica su trabajo de forma expansiva. Desparrama libros, apuntes y cuadernos por todo el espacio que le rodea reclamando la comprensión de quienes se sienten invadidos por sus pertrechos.
Cualquier intromisión en aquel territorio sagrado que marca sin consideración alguna constituye un delito que penaliza con la terrible mirada de ese par de ojos alucinantes que apenas le caben en la cara. Me encanta la disposición ante la vida de los que son como ella. Admiro su capacidad ilimitada de divertirse sin descuidar su formación y me resulta asombroso que haya chavales capaces de hacer semejante exhibición de lucidez con el mundo que les rodea. En términos generales, la enseñanza en nuestro país dista mucho de constituir un estímulo para los estudiantes. Han sufrido unos planes de estudio erráticos y son minoría los docentes que trabajan con el compromiso personal de sacar el mejor partido de los chicos. Abundan los profesores que rechazan o arrinconan a los más rebeldes reprimiendo cualquier ráfaga de espontaneidad que pueda trastornar su sacrosanta rutina. Luego está lo que ven y oyen fuera del ámbito académico. Imaginen lo complicado que debe ser para un adolescente apostar por el estudio y el esfuerzo personal cuando un incesante bombardeo mediático les presenta como héroes de leyenda a personajes sin mayores méritos que sus extravagancias o las hazañas de cama. La caspa y el petardeo alimentan las horas de ocio de las generaciones emergentes y escapar a la corriente de amodorramiento cerebral que generan tales referentes es verdaderamente una proeza. Cuando salen a la calle, el panorama no mejora demasiado. Para muchos adolescentes la diversión es impensable si no va acompañada de su correspondiente dosis de pastilleo o al menos una tímida aproximación al coma etílico.
Miren además cómo está la política madrileña, observen atentamente el espectáculo de envilecimiento en el fango y verán que los adultos tampoco les damos ejemplo de nada. Así que nadie crea que les ponemos el futuro tan fácil. Algo hemos hecho muy mal para que les envuelva ese apestoso entorno.
Por contra alguna cosa debimos hacer bien para que, a pesar de todo, haya un montón de chavales capaces de superar las influencias nefastas y sacarle el mejor partido a su existencia. El lunes próximo, 26.000 jóvenes madrileños sabrán las notas que la universidad les pone a los conocimientos que acumularon en sus estudios. Hay, sin embargo, otras calificaciones más importantes que son las de la propia vida y en esas algunos, como mi pequeña-gran Fany, ya tienen sobresaliente.
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