La indignidad
En su libro sobre las ideas y los valores políticos de la antigua Roma, F. E. Adcock destacó la importancia de la dignitas como clave de bóveda en el funcionamiento de las instituciones republicanas. La dignidad implicaba que el comportamiento de quienes desempeñaban cargos públicos respondía tanto en los aspectos prácticos como en los simbólicos al interés colectivo y a los derechos de los ciudadanos, por lo cual se hacían merecedores al reconocimiento público. Ser digno el edil o el pretor constituía la condición indispensable para que el ciudadano pudiera confiar en que su esfera jurídica no iba a verse vulnerada, en una palabra para ver reconocida su libertad. En palabras de Tito Livio, el titular del poder debía ser "tan consciente de la libertad de los otros como lo era de su propia dignidad".
El valor de la dignidad republicana mantiene su vigencia en un orden democrático: constituye un elemento básico del consenso activo en que se apoya el funcionamiento de las instituciones. De ahí el enorme coste que se deriva de una quiebra en ese principio, como podemos apreciar en estos mismos días en la rocambolesca crisis que ha seguido a las elecciones en la Comunidad de Madrid. No se trata sólo de poner de manifiesto las miserias de la vida política, lo cual en definitiva es útil, sino de que en el curso de los acontecimientos han podido apreciarse tales deficiencias en el comportamiento de nuestros principales actores políticos que difícilmente podrá evitarse que sufra un grave deterioro la confianza de los ciudadanos en el sistema. Y esto no se arregla con querellas.
Por parte socialista, resulta evidente que la lección de la era de los roldanes ha sido olvidada, y en consecuencia, no basta con luchar por el mantenimiento de la Comunidad de acuerdo con el voto de los electores, objetivo por lo demás justo, y con enfocar a los responsables inmediatos del desaguisado. Las coordenadas en que se movían determinados renovadores por la base eran de conocimiento público, como lo ha sido en estas dos últimas décadas la conducta de algunos socialistas que en sus respectivos medios se han movido a la sombra del poder como auténticos dobermans, por evocar al protagonista del famoso corto electoral, arruinando la labor y la imagen de quienes efectivamente respondían al proyecto del partido. La dignidad del PSOE ante la opinión pública se encuentra ahora asociada, consecuentemente, a una exigencia de depuración. Fue impropio que de entrada Simancas tratara de implicar al PP en el embrollo: incluir a semejantes personajes en las listas era responsabilidad plena de su partido.
Ahora bien, si el PSOE se ha hecho acreedor a la pérdida de la Comunidad, luego se ha probado que el PP no merece ganarla. Una vez más, la historia de España cobra la forma del esperpento, con ese constructor que disimula tan bien su patronazgo, que les paga el hotel a los dos ausentes y luego se va a conversar a la calle de Génova con el responsable del PP para gestionar el fichaje de un concejal en un pueblo de Madrid. Y el responsable lo explica diciendo que él recibe "a todo el mundo". Estamos ante un espectáculo de política a la siciliana, donde la corrupción horizontal característica de los poderes políticos y económicos tradicionales acoge a la vertical de quienes se integran en un partido progresista sin mirar a otro progreso que al propio. En contra de lo que afirman con Arenas todos los populares, el problema afecta de plano al partido de gobierno.
No es de extrañar, en fin, que la falta de dignidad se proyecte hacia el exterior. El voto vasallático a favor de la inmunidad de los soldados norteamericanos sería un ejemplo. Otro vendría dado por la ausencia de reacción ante la mascarada insultante montada por Fidel Castro en La Habana. Desde este punto de vista, poco hay que decir. Con barbas en vez de cuernos, Fidel encarna una vez más la imagen del tirano en los frescos del Palacio Comunal de Siena: la justicia, atenazada a sus pies y la miseria reina en su ciudad; sólo cuenta con el furor como instrumento de gobierno. Pero está la ocupación de la Casa de la Cultura de España en el Malecón, una rendija de libertad cultural. El dictador la suprime, profanando de paso el nombre de García Lorca para encubrir su acto incivil. Hubiera sido un acto inexcusable de dignidad exponer públicamente desde nuestro Gobierno lo que representa tal agresión.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.