Bush pierde la carrera de la popularidad global
En los últimos 100 años han sido cuatro los presidentes norteamericanos que han despertado las esperanzas y los miedos del mundo. El primero fue Woodrow Wilson, cuya declaración de "Catorce Puntos", de 1918 (que incluía el principio de autodeterminación nacional), suscitó la adhesión de las masas desde Hanoi hasta África occidental, pasando por Polonia. Después, Franklin Roosevelt sería una inspiración para decenas de millones, que ahora escuchaban su voz por la radio, y que oyeron su discurso de las "Cuatro Libertades" y su apoyo a un nuevo orden mundial post-fascista. El notablemente atractivo John F. Kennedy utilizó su discurso inaugural, y discursos posteriores, para sugerir que América se pondría de nuevo a la cabeza del progreso y de la justicia en nuestro fracturado planeta.
El cuarto es, sin duda, el presidente George W. Bush. Líder de la nación más poderosa de la historia, comandante en jefe de la conquista de Irak, con un Congreso mudo que no le supone ningún freno, defensor apasionado de la cruzada contra el terrorismo, Bush combina un idealismo de tipo wilsoniano con la decisión churchiliana de barrer al enemigo al olvido. Cuando habla, ya sea en un discurso dirigido a la Academia de Guardacostas de EE UU o en comentarios desde su rancho de Tejas, el mundo le escucha, intentando averiguar lo que está diciendo. Dondequiera que vaya, el mundo le sigue, con temor y esperanza.
¿Cuál es, pues, la diferencia entre el señor Bush y sus ilustres predecesores? Si uno se fija sólo en la retórica, apenas ninguna: todos hablaron de liberar al mundo del mal, de hacer avanzar la causa de la democracia, de crear acuerdos internacionales, de aumentar la prosperidad global. Algunos de sus parlamentos son prácticamente intercambiables, como si el mismo escritor de discursos llevara 90 años sentado en la Casa Blanca. No, la diferencia está en otro sitio, en las percepciones del mundo exterior. Cada uno de esos hombres -Wilson, Roosevelt y Kennedy- fue, en su día, el líder más popular de la historia. Pero, si nos guiamos por el reciente sondeo del Pew Global Attitudes Project [Proyecto Pew de Tendencias Globales], el señor Bush se ha convertido en la persona más impopular de la Tierra.
El tamaño del sondeo Pew es asombroso: más de 38.000 personas de 44 países fueron incluidas en la primera muestra de 2002, a la que siguió, este año, una serie de entrevistas detalladas con 16.000 personas en 20 países. Son, sencillamente, cifras demasiado elevadas para pasarlas por alto como si no fueran concluyentes o fueran superficiales. Pero el sondeo también es asombroso porque mide el espantoso alcance del miedo y el odio que inspira la Administración de Bush en todo el mundo.
Quizá pudiéramos obviar el hecho de que sólo un 1% de los habitantes encuestados en las tierras bajo gobierno de la Autoridad Palestina tienen una "visión favorable" de EE UU, teniendo en cuenta el apoyo inexorable que América presta a Israel. Pero observemos la caída en picado del sentimiento proamericano entre aliados declarados. Sólo el 15% de los indonesios se consideran favorables hoy día a EE UU, frente al 75% de 1999-2000. En Turquía la bajada es del 52% al 15%; en Brasil, del 56% al 34%; en Alemania, el mayor de los aliados de la OTAN, del 78% al 45%.
Puesto que esta gente no vota en las elecciones de EE UU (y puesto que el mismo sondeo Pew descubrió que la opinión que tienen los americanos de países como Alemania o Francia ha empeorado de forma similar), estas estadísticas serán de poco interés para Karl Rove o Donald Rumsfeld. Pero sí interesarán al Departamento de Estado de Colin Powell, y, desde luego, deberían interesar al señor Bush.
¿Qué le ha pasado a la capacidad de afirmación global americana, dónde está hoy la diferencia? La respuesta es fácil. Wilson, FDR y Kennedy transmitieron el mensaje de que Norteamérica quería ayudar por lo mucho que le importaba el resto del mundo, ayudar con hechos, con dinero (el Plan Marshall triplicó la ayuda exterior) y con apoyo técnico, sin esperar nada a cambio. Claro que los historiadores de un tiempo futuro nos dirán que también se tuvieron en cuenta consideraciones políticas y materiales, pero, en el extranjero, la impresión era que América era la nación más generosa de la Tierra.
El Informe Pew sugiere algo muy distinto: a saber, una desconfianza muy extendida frente a la Administración de Bush (la mostrada hacia Norteamérica en general es menor) en todo el mundo. Por desgracia, no muchos americanos van a enterarse de esto, porque aquí los medios han venido mostrando una imagen diferente: el presidente Bush en Evian haciendo las paces con los líderes europeos, liderando un acuerdo de paz en Oriente Próximo, visitando a sus tropas en Dohar. ¿Por qué molestar a los americanos informando de la impopularidad de su país?
Ésta es, sin embargo, la realidad a la que tiene que enfrentarse el presidente. Los rumores antiamericanos se extienden por todo el planeta: que el Pentágono y la Casa Blanca han sido secuestrados por los neoconservadores, que no tienen consideración alguna por la opinión extranjera. Que los intereses petrolíferos norteamericanos ejercen una influencia ilegítima sobre sus decisiones políticas. Que determinados miembros del Gobierno y altos cargos designados se hallan sospechosamente cerca de corporaciones como Halliburton o Bechtel, o de fabricantes de armas que se están beneficiando de la guerra contra Irak. Que los neoconservadores sostienen opiniones sesgadas sobre el conflicto palestino-israelí. Y, por último, que algunos de ellos persiguen con firmeza un "Imperio Americano", y están a favor del ataque preventivo contra cualquiera que se ponga en su camino.
¿Están justificadas estas sospechas? Probablemente no, aunque informaciones sobre la construcción de bases militares norteamericanas en toda la zona de Oriente Próximo y Asia, y de suculentos contratos para compañías norteamericanas en Irak, lo hagan difícil de asegurar. Pero no se trata de eso. El presidente está poniendo en marcha políticas que a mí me parecen muy equivocadas, como incrementar los déficit del presupuesto federal o extender nuestros intereses territoriales hacia el interior de Asia; perotampoco se trata de eso. Se trata de lo siguiente: el presidente, al igual que sus predecesores, quiere dejar su impronta sobre la historia. Es un hombre de gran ambición y grandes ideales. Pero el actual paquete de medidas del señor Bush es sencillamente insuficiente para darle entrada en ese ilustre panteón integrado por Wilson, Roosevelt y Kennedy. De hecho, está matando su reputación histórica día a día.
Entonces, ¿qué tendría que hacer? En primer lugar, recordemos que todos los grandes líderes mundiales fueron culpables de cambiar de opinión. Durante 10 años, Bismark fue un belicista revolucionario, y después, un pacifista y diplomático durante 20. En los años veinte, Churchill era profundamente antisoviético, y luego profundamente antinazi en los treinta. De Gaulle apoyó intensamente la dominación francesa de Argelia, pero abandonó el plan cuando vio lo perjudicial que era.
¿Qué puede hacer entonces Bush, en caso de estar dispuesto a seguir esos ejemplos? En primer lugar, podría reducir su obsesión con el terrorismo; está ahí fuera, sí, y requiere atención cuidadosa, pero hay muchas otras necesidades en todo el mundo que claman por una solución.
Debe escuchar al "Sur" global, escuchar de verdad, cuando habla de pobreza, de medio ambiente, de comercio y del proteccionismo estadounidense. Debe apoyar los esfuerzos internacionales para detener los holocaustos en el este del Congo y en el sur de Sudán. Debe encontrar la manera de resucitar y reformar el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas (el Informe Pew muestra también un inquietante descenso en la confianza que inspira en la gente el sistema de Naciones Unidas). Tiene que reprimir su retórica de vaquero: "mirar a los ojos de la gente" puede funcionar en una película como Solo ante el peligro, pero resulta culturalmente ofensiva para los árabes.
Por encima de todo, debe distanciarse de los neoconservadores, que están apartando a Norteamérica del buen camino, y regresar a lo mejor de las tradiciones norteamericanas: la compasión en el interior, y la generosidad, la comprensión y un idealismo cuidadoso en el extranjero. Los neoconservadores pueden retirarse a lucrativos puestos en consejos de administración, al American Enterprise Institute o al Cato Institute. Pero George W. Bush, el cuadragésimo tercer presidente de EE UU, sólo puede retirarse a la historia. Haría bien en dedicar un poco más de tiempo a los sondeos Pew.
Paul Kennedy ocupa la cátedra Dilworth de Historia en la Universidad de Yale y es autor, entre otros libros, de Auge y caída de las grandes potencias. Traducción de Eva Cruz.
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