_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Contenedor-Europa

Una de las verdades reveladas de los últimos tiempos es la de que el Estado-Nación se muere irremediablemente enfermo de mundialidad. El proyecto de Constitución europea pergeñado por los convencionales de Giscard, que mañana se presenta a los países miembros de la UE, sería una prueba de ello, como normativa de un nuevo tipo de agrupación de Estados, ya que no propiamente un Estado. No todos coinciden, sin embargo, en el diagnóstico. Alan Milburn sostuvo en una célebre obra que si Europa se había unido era precisamente para salvar y no enterrar el Estado-Nación.

Y el dibujo o representación gráfica imaginada que esa futura entidad o cosa europea adopte puede decirnos mucho sobre sus características de funcionamiento. En la Edad Media, el Estado patrimonial podía representarse como una fina línea vertical que comunicaba lejanamente al soberano con sus súbditos, extendidos éstos sobre una base horizontal. En medio sólo mediaba un grupito de hombres ligios que, junto con alguna fuerza armada a sus órdenes directas, constituían un escueto brazo político-militar.

Más información
Los líderes de la UE intentan cerrar heridas tras la guerra de Irak

El Estado moderno se fue constituyendo, en cambio, como una pirámide en la que la base seguía siendo el súbdito-ciudadano -sobre todo para lo tributario-, pero donde por escalones sucesivos se iba ascendiendo en grado de poder institucional hasta llegar a una cúpula superior sobre la que señoreaba, en la soledad, el jefe del Estado.

Y el Estado-Nación, a caballo de la industrialización, la escolarización, la democracia del número y el deber de los ciudadanos de morir por la patria, adopta la forma de un paralelepípedo -o un zigurat- en el que la copa es una pequeña meseta en la que se acumulan poderes que se controlan unos a otros, se limitan recelosos, y sobre los que, como primus inter pares, cabalga una sola persona. El poder institucionalmente colectivo es, en realidad, inexistente, hasta en Suiza, pero todo el poder es fuertemente colectivo en Occidente.

¿Qué forma adoptará, en esta representación visual de la distribución del poder, la cosa

europea?

Posiblemente, una elipse formada por una constelación interconectada de esferas -los Estados miembros- de la que se derivarán, en geometría sumamente variable, unos puntos de encuentro para el ejercicio de un cierto poder común hacia el exterior, mientras que hacia el interior esas esferas se oponen a la interferencia de los propios poderes que han creado. Todo lo que ha retrocedido el Estado en capacidad de acción en una economía mundializada, o al buscar refugio contra la tiranía de los poderosos en los foros supranacionales, lo ha ganado en el procesado, etiquetado y empaquetado del individuo dentro de los límites internos de su reducida pero profunda soberanía. Es cierto que la mundialización de lo judicial acecha a esa realidad, pero los casos en que cabe pensar en su aplicación se reducen a delitos de alcance o criminalidad universales: Pinochet y Milosevic.

Y esa nueva entidad política que puede ser Europa también preservará rasgos esenciales del Estado-Nación. Hacia adentro, más que nunca, como corresponde al creciente carácter de consumidor que se le atribuye al ciudadano, alguien a quien hay que vender cosas, desde comportamientos con apariencia de ideas a desodorante; y hacia afuera, con una nueva presidencia de la UE que ejercerán los representantes de los Estados y que fácilmente relegará a la Comisión de Bruselas a arbitrar cuestiones básicamente técnicas en defensa de las prerrogativas e intereses de cada miembro.

En medio de esa constelación habrá, por tanto, una presidencia, una cancha supranacional, en la que los Estados se preocuparán, al menos, tanto de que no se tomen decisiones audaces como de dibujar el futuro. La apoteosis de lo colectivo. Y junto a esa Europa con un emperador con tan poco poder como el del Sacro Imperio, un sol unilateral y radiante. Frente al Estado-Contenedor de Europa, el super-Estado de Washington. Un imperio, pero de los de verdad.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_