Pobre suelo, pobres botos
Probablemente el ballet flamenco esté cambiando muy rápido. En danza nunca se es demasiado veloz para renovarse, pero el concierto de solistas de hondura tiene sus reglas no escritas, sus verdades y su historia, sus perfiles memoriales que aún perduran y son referencia. Carrasco y Canales son el aceite y el vinagre. No tienen nada que ver entre sí, ni en los modos ni en la proyección, ni en la concepción estilística. Son estéticas divergentes que solamente se encuentran en el exceso y en su parte menos reseñable o positiva. Por una parte, Antonio Canales se parapeta en una gestualidad desbocada y amusical, mientras Manuela Carrasco repite machaconamente unas figuras que a fuerza de calcarlas pierden su valor y su fuerza. Este divorcio estético marca el espectáculo, lo condiciona.
Tierra y fuego
Baile y coreografías: Manuela Carrasco y Antonio Canales; Con Juan de Juan y Rafael de Carmen. Cante: Enrique El Extremeño, Antonio Zúñiga, David de Morón y Samara Amador; guitarras: Joaquín Amador, Daniel Méndez y Miguel Iglesia; percusión: Joselito Carrasco; palmas: Bobote. Teatro Real de Madrid. 17 de junio.
En el baile de hoy, lo que antes era intensidad ahora se manifiesta como un cabreo monumental. Mientras más frunce el entrecejo el bailarín, mejor; mientras más prendas de ropa tira por los suelos, mejor también. ¿Es éste el futuro del flamenco escénico? (Coincidían anteayer en escena casi tres generaciones: hay que reflexionar sobre ello). Manuela Carrasco mantiene su estampa racial, cerrada, guerrera; Canales se debate entre la pérdida de control y los destellos de su talento, por el que ha sido admirado desde hace tantos años. Juan de Juan es un buen bailarín, deslumbró desde muy joven, y bajo el ala de Canales ha elaborado su personalidad, que inspira la ternura de un baile casi infantil. Ya es un adulto y se muestra voluntarioso, expeditivo, y así le acompaña Rafael de Carmen, un poco más gris, pero resuelto a conquistar la audiencia.
La velada, donde hubo evidentes desencuentros de ritmo y de acoples musicales, consistió básicamente en una despiadada sesión de golpeteo del suelo, reduciendo el baile masculino a esa fanfarronería de mal gusto. El tema de la amplificación excesiva de los zapateados tocó techo esta vez en el Real, con un desastroso uso de los medios técnicos que arruinó los pocos momentos reseñables. Al final, en el bis, se cortó esa amplificación del suelo (a veces los bailarines-bailaores llevan los micrófonos atados a los tobillos) y por fin hubo unos minutos de sonido humano, tolerable, respetuoso, armónico.
No fue una noche inspirada ni de logros en ningún aspecto. El programa de mano escatimó apenas unas líneas biográficas a los más jóvenes: una injusticia y una falta de delicadeza, además de que estuvo entrando público de la mano de los acomodadores con chorreras doradas y linterna hasta muy entrado el espectáculo como si aquello fuera un tablao o una taberna.
Babelia
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