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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Tristes trenes

El tremendo choque de Chinchilla ha colocado trágicamente en el candelero a nuestros tristes trenes. Y a las vetustas vías férreas. Y a este viejo paquidermo llamado Renfe. También ha confirmado al frente de la chapucería hispánica al inefable Álvarez- Cascos, un tipo que se fue de caza mientras se hundía el Prestige y al que no se le ha visto pestañear visitando los múltiples accidentes (trágicos o mortadelofilemonianos) acaecidos en las vías férreas españolas. Dejemos al ministro. Un casco le protege contra el sentido del ridículo (cada vez queda más claro que el bronco poder del PP se fundamenta sobre la máxima del bronco Cela: "Resistir es ganar"). Dejemos al ministro y entremos en nuestros trenes cotidianos. Tiempo atrás, los trenes eran no solamente tristes, sino también sucios, lentos y tardones. Hasta que llegó una señora arremangada llamada Mercè Sala. Se concedió, sin duda, algún capricho patillero, pero consiguió lo que entonces parecía un milagro: rompiendo rutinas y tabúes históricos, algunos trenes empezaron a llegar a la hora prevista. Y, acostumbrados a la sempiterna tradición del retraso ibérico, muchos usuarios empezaron a perder los trenes. La reiteración de las pérdidas confirmó la veracidad del cambio. La puntualidad no fue la única conquista. La limpieza llegaba a los ajados vagones y Renfe ya no era el emporio del cutrerío. Incluso la acción de orinar en plena ruta dejó de ser una experiencia repugnante. Entraron en circulación los frecuentes y arregladillos trenes de cercanías, y la modernización culminó con los Cataluña Exprés: un invento sensacional que revolucionó las comunicaciones entre Barcelona y Cataluña.

Los Catalunya Exprés eran rápidos y acortaban el trayecto. Dejaba de ser una sangría para el catalán de comarcas llegar a Barcelona

Los Cataluña Exprés eran rápidos y acortaban el trayecto al detenerse en unas pocas estaciones principales. De repente, dejaba de ser una sangría para el catalán de comarcas llegar a Barcelona. Antes del Cataluña Exprés, un viaje a la capital desde Lleida, Reus, Tarragona, Girona o Figueres significaba (y sigue significando para todos los que toman el coche) un auténtico robo en gasolina, autopista y aparcamiento. (Algún día tendremos que hablar de carreteras, de la N-II, por ejemplo, la única vía gratuita a la frontera francesa: desapareció a mediados del siglo pasado engullida por el espeso rosario de poblaciones que atraviesa y colapsada por el tráfico. Es inaudito que los catalanes pasemos en España como impenitentes privilegiados: ¡no sólo estamos a obligados a pasar por las horcas claudinas de la voraz autopista, es que no tenemos una miserable carretera nacional en condiciones!).

Felizmente -decíamos- había nacido el Cataluña Exprés. Con él era posible llegar a Barcelona sin tener que arriesgar vida y cartera en la autopista. En sus primeros tiempos, el Cataluña Exprés funcionó como la metáfora de Europa (en la acepción feliz que la palabra tenía en sus primeros años). Fue allí donde abandoné mi aspecto de progre desahuciado por la historia: no quedaba más remedio que ponerse corbata en aquellos vagones funcionales, ante aquellos revisores impecables. Las vecinas de trayecto exhalaban amenísimos perfumes. El tren avanzaba pulcro y veloz. A un lado, un ejecutivo preparaba sus papeles, los pasajeros de enfrente leían el diario, abundaban las bellas cabezas inclinadas sobre un libro. El Cataluña Exprés era una plácida biblioteca, un moderno oasis. El paisaje progresaba silenciosamente: las arboledas de la Selva interior, la mole soberana del Montseny, el caos formidable que, de Granollers a Barcelona, confunde huertos y fábricas, bloques de viviendas y nudos de carreteras, hangares, depósitos y chalecitos adosados...

Apenas corrió la voz, estas escenas escandinavas de amables trenes perfumados dejaron paso al modelo actual: lata de sardinas en aceite típicamente mediterráneo. Vagones hasta los topes, carreras y codazos para tomar asiento, concierto de móviles, ruidoso apelotonamiento, muchos pasajeros sin asiento. Los usuarios aumentaron en progresión geométrica y Renfe se enfrentó a la demanda con avaricia. O como el nuevo rico que, abandonando las obligaciones cotidianas, se gasta la fortuna europea en el casino del AVE. No hace falta el AVE para acercar Barcelona a Cataluña: bastaría con un Cataluña Exprés (tan largo como la demanda exige) cada media hora. Sí, naturalmente, la oferta es ahora mayor que en tiempos de Mercè Sala. No faltaría más. Pero los vagones son insuficientes para tragar la demanda y la calidad del servicio ha empeorado a ojos vista. Últimamente, la cosa va de mal en peor. Las masas atiborran los andenes, muchos trenes no salen ya a la hora prevista, la información sigue siendo celtibérica y abundan los incordios, los parones, las inexplicadas rarezas. El otro día, cerca de Sils, estuvimos media hora en plena vía sin movernos. Nadie nos dijo nada. Los altavoces internos, que a veces vomitan música irritante, nunca funcionan como instrumento informativo.

Con la llegada de los turistas, los trenes se desbordan. Mi último viaje Girona-Barcelona fue algo más que sardináceo, fue gallináceo. Casi 15 minutos de retraso, nula información, más de un tercio del viaje sin asiento. Llega el revisor. Le preguntamos qué es lo que ha pasado y afirma que es culpa nuestra. "Quieren entrar ustedes por la misma puerta y provocan los retrasos... después se apelotonan en los mismos vagones, mientras otros van vacíos". "¿Por qué no nos informan?", preguntamos al unísono. Alguien alza la voz apelando al servicio público. "¡Esto no es un servicio público!", exclama el revisor! "¿Ah, no?". "No. Servicio público es el que no se paga. Esto es un servicio al público". Ante un dictamen tan sutil, el público calla y traga. El docto revisor sigue horadando los billetes con la arcaica tijerita. Se abre paso, solemne, entre las aceitosas sardinas que viajan de pie. ¿Por qué será que en todas partes se respira el mismo hedor a pasado?

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