Lecciones para otoño
¿Es posible ser persa? Montesquieu se colocó en la posición del extranjero -el persa que visita Francia- para hacer la crítica de la sociedad francesa. Y, en cierto modo, fundó la sociología. Algún día sería bueno que un barcelonista hiciera el ejercicio de Montesquieu: que se preguntara si es posible ser del Madrid y desde esta posición desmenuzara las entrañas del singular fenómeno azulgrana. Por lo menos a los que no participamos de esta creencia nos confortaría ver que hay alguien capaz de construir un discurso sobre el Barça desde dentro, pero tomando la perspectiva de la distancia. Quizás entonces los extranjeros que hoy se sorprenden de que las elecciones de un equipo de fútbol -territorio habitual de los más arribistas de cada lugar- se conviertan aquí en un acontecimiento social y ciudadano de primer orden tendrían elementos para entender el cómo y el porqué. 40 años de franquismo dejan huella. Quizás cuando el barcelonismo se viera en el espejo del persa comprendería que la normalidad del Barça es una enorme anormalidad, a la que ya le queda una sola coartada antes de ser un anacronismo: el discurso de la explosión de lo local como consecuencia de la expansión de lo global. La paradoja de la elección del domingo es que el socio barcelonista es consciente de la urgencia de un cambio que le modernice y al mismo tiempo el candidato renovador, al conseguir la corona, coge inmediatamente la bandera de los viejos tópicos del barcelonismo: unión, catalanismo, democracia. Dinero e identidades soft, a esta mezcla se le llamó posmodernidad.
Pero hoy mi tema es otro. ¿En las elecciones del Barça pueden encontrarse algunos indicios para las autonómicas de otoño? Si el grado de impregnación de lo social que el Barça tiene se corresponde con los niveles de atención mediática que ha tenido, no es ninguna hipótesis descabellada pensar que en el comportamiento del socio azulgrana puede haber señales que tengan su manifestación en las elecciones catalanas.
Es necesario, sin embargo, hacer unas salvedades previas que inevitablemente relativizan cualquier extrapolación. Por lo menos tres factores de corrección son los que debemos tener en cuenta. Primero: el cuerpo electoral del Barça es un grupo cerrado de 94.000 personas, cuyo comportamiento, dictado por un componente alto de sentimentalidad (madriditis incluida), se determina en última instancia por algo tan azaroso como el gol. Segundo: los candidatos a la presidencia del Barça tienen que pagar un altísimo peaje en forma de aval multimillonario, lo que restringe enormemente el origen social de cada uno de ellos y convierte las elecciones del Barça en una curiosa disputa entre élites dirigentes (en este caso, entre padres e hijos) sin equivalente en ningún otro club de fútbol. Tercero: el Barça ha vivido cuatro años catastróficos desde el punto de vista deportivo y, como consecuencia de ello, en un estado de desorientación social considerable. En fútbol, incluso en el Barça, el gol es factor determinante de la salud y las certezas de la conciencia identitaria del colectivo.
Naturalmente, el conjunto de ciudadanos convocados a unas autonómicas es más complejo en sus motivaciones que el grupo de los socios del Barça. Los mecanismos de selección de candidatos y dirigentes políticos pasan por otros peajes y cedazos que el dinero. Y Cataluña, con todos sus problemas, no puede decirse que esté en una situación catastrófica como la que ha dejado Gaspart en el Barça.
Pero las elecciones barcelonistas sí que sugieren algunas claves interesantes: que el cambio es posible, incluso en un electorado tan conservador como el catalán (conservador en el sentido no ideológico sino de tender a mantener en el puesto al que gobierna en todos los ámbitos de decisión), y que los mecanismos de renovación generacional de las élites dirigentes catalanistas funcionan. En resumen, ha habido cambio pero todo ha quedado en casa.
De modo que socialistas y convergentes -que, por cierto, estaban juntos en la candidatura perdedora- pueden leer las elecciones barcelonistas cada uno a su conveniencia. Los socialistas interpretarán que, contra lo que se dice, hay voluntad de cambio. Y que si ésta se ha expresado en un marco cerrado, como es el conjunto de socios del Barça, todavía puede expresarse más en un marco abierto, como es el conjunto de la sociedad catalana. Lo cual debería beneficiar a quien propone la alternancia. Los convergentes, por su parte, entenderán que lo que la ciudadanía quiere es la renovación generacional más que el cambio, y en esto Mas saca ventaja porque su generación es la de Laporta.
Creo, sin embargo, que hay otras lecciones interesantes de esta experiencia. La incomodidad de representar el poder establecido y la necesidad de hacer sudar la camiseta para ganar. Tengo la impresión de que Mas y Maragall van a hacer todo tipo de movimientos para no quedar encasillados -como le ocurrió a Bassat- en el papel de candidato oficial o institucional. Mas lo tiene difícil. En la medida en que Pujol le acompañará hasta el último momento, tendrá poca escapatoria para asumir la función de candidato del presidente saliente. La edad no basta, la biografía también cuenta. Maragall corre el riesgo de que su estilo, más de presidente que de candidato, pueda revertir contra él. Su convicción de que ya ganó en 1999 y que ahora sólo le falta que se le reconozca podría resultarle letal. Porque ciertamente, las elecciones del Barça han demostrado que la victoria es para el que se la trabaja y que no basta con decir guanyarem, rodearse de lo más granado del país (un aviso para los amantes de la transversalidad) y esperar a que llegue la hora. Mientras Bassat miraba a los demás desde una posición de presidente in pectore, Laporta hacía política. Y cuando Bassat se dio cuenta ya era tarde. Harán bien los candidatos a las autonómicas en hacer algunos retoques en sus manuales de campaña, aprovechando esta primera resaca que ha llegado antes que el oleaje.
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