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Clientes o aliados

En sus palabras de presentación de Moisés Naím con motivo de la Conferencia Anual Francisco Fernández Ordóñez el pasado 21 de mayo, la ministra Ana Palacio afirmó que la andadura de quien fue el segundo responsable de la política exterior de España en los Gobiernos de Felipe González se abrió con la rectificación de las políticas anteriores respecto a la presencia de nuestro país en la OTAN. Añadió, más adelante, que Fernández Ordóñez sería una de las personas que entenderían con claridad los nuevos y esperanzadores tiempos que nos han tocado vivir.

Esta sinuosa manera de presentar lo sucedido hace ya más de quince años, manipulando descaradamente la memoria de quien ya no puede pronunciarse, ocultaba que fue aquel ministro quien supo instrumentar con éxito la política marcada por su presidente y, concretamente en el tema suscitado por Palacio, quien plantó cara al secretario de Estado Schultz durante las negociaciones que desembocaron el 15 de diciembre de 1988 en la reducción sustancial, que no cosmética como éste pretendía, de la presencia militar norteamericana en suelo español. Palacio atribuía también a Fernández Ordóñez el dudoso honor de compartir la beatífica visión de los que ahora nos gobiernan, precisamente él -ejecutor de políticas en todos los ámbitos, fiscal, divorcio y exterior- en las antípodas de la que ahora nos toca sufrir. Aquel gran político no creía en la dependencia transatlántica y sí en el proyecto europeo como futuro de paz y de progreso para los españoles, muy lejos del actual obstruccionismo reticente en lo tocante a Bruselas, del neoliberalismo puro y duro y del nacionalcatolicismo rampante.

Fueron, en efecto, Felipe González, Francisco Fernández Ordóñez y Narcís Serra quienes reequilibraron la relación bilateral con los Estados Unidos de América, rompiendo claramente con la dinámica de subordinación que arrastraban desde los tiempos de Franco. Ellos llevaron a España a integrarse en la Unión Europea Occidental y a suscribir el Tratado de No Proliferación Nuclear, y también condujeron a las Fuerzas Armadas españolas a participar, por primera vez en su historia, en las Operaciones de Mantenimiento de la Paz, comenzando por la de UNAVEM, en Angola, en las postrimerías de 1988, y la de UNTAG, en Namibia, inmediatamente después.

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Muchos somos conscientes del propósito del Gobierno de Aznar de hacer tabla rasa, desde el primer momento, de la pasada política exterior española, pero se diría que también pretenden que la echemos en el olvido. Viene esto a colación porque, a la vista de lo que está sucediendo, habremos de dilucidar los españoles si estamos condenados a ser unos clientes más de los Estados Unidos o si debemos aspirar, por difícil que parezca, a algo distinto y más noble, al status de auténticos aliados, al que dignamente habíamos accedido antes de 1996. No es ésta una pregunta baladí en los tiempos que corren -tiempos complejos y no aptos para timoratos-, también según Palacio, unas semanas después de la ilegal guerra de Irak y a tres meses escasos del quincuagésimo aniversario de los pactos militares hispano-norteamericanos que suscribieron Alberto Martín Artajo y James Dunn el 26 de septiembre de 1953. Unos pactos desiguales que han lastrado, esterilizándolas en buena medida, las relaciones entre Madrid y Washington y cuyos testigos mudos siguen siendo, sobre todo, las bases de Rota y Morón.

Después de las enmiendas introducidas por el Partido Popular en el convenio de 1988, se trata ahora de saber hacia dónde nos encaminamos, enfeudados como estamos con la gran potencia universal y siendo como somos una pieza más, no nos dejemos engañar, en su estrategia planetaria. Se trata de saber si queremos ser -porque no es evidente que lo seamos- unos verdaderos aliados de los Estados Unidos, capaces de disentir a pesar suyo y de ser respetados a pesar de ello. O si, por el contrario, nos resignamos a que se nos dé por supuestos, aceptando así que ya somos irrelevantes, a la vista de nuestro alineamiento con lo que parece ser el compendio de la actual política exterior norteamericana, la lucha contra la amalgama terrorista, y su fatal corolario, nuestra mecánica y pasiva incrustación en su despliegue estratégico global.

A caballo de dos continentes y de dos mares, España, paradójicamente, es cada vez más prisionera de su privilegiada posición estratégica. Si los Estados Unidos intervinieron en la crisis de Perejil, según algunos, parando los pies a Marruecos, a nadie escapará que un día pueda hacer lo propio con España, y ello tanto más a partir del momento en que, según alardea, el Gobierno de Aznar les ha dado voz y voto en un pleito que jamás debió trascender de un ámbito estrictamente bilateral hispano-marroquí. España nunca ha controlado el Estrecho y me temo que tampoco lo vaya a hacer en el futuro, probablemente porque no la dejen y porque la tarea excede de sus capacidades. Además de por otras razones, porque la base británica en la colonia de Gibraltar y la española de Rota no son ya más que plataformas de proyección de las fuerzas anglosajonas en su autoproclamada misión de policía mundial. Por si hubiera alguna duda, lo acaba de decir a EL PAÍS (8-6-2003) el secretario de Estado para Asuntos Europeos del Reino Unido, aunque lo haya camuflado detrás de una pantalla en la que él mismo no cree, la de que para que Europa sea una superpotencia mundial es importante que Gran Bretaña -y Francia- mantengan bases en distintas partes del mundo, incluida, claro está, la base militar de Gibraltar. A la luz de estas reflexiones de MacShane, es lícito preguntarse si a partir de ahora proseguirán los devaneos de Aznar con Blair, a espaldas del Parlamento y de la ciudadanía, a cuenta del futuro de la colonia, porque, según parece, a pesar de Rota y de Morón, entre otras muchas facilidades, la desconfianza de Washington y de Londres en su aliada meridional impone su ley. Las llaves del Estrecho son, desde luego, Gibraltar y Rota, pero en manos británicas y norteamericanas, y no, como se decía antaño, las columnas de Hércules, Ceuta y Gibraltar. Queda así al descubierto la debilidad estructural del flanco sur de la soberanía española, que no el de la OTAN, por la presencia incontrovertida en su territorio de dos potencias belicistas con objetivos e intereses estratégicos propios. Lo adelantó ya The Times (10-5-2002). Para el Ministerio de Defensa británico la base gibraltareña en manos españolas sería dañina para la nueva estrategia militar de tipo expedicionario del Reino Unido. Queda también al desnudo la inanidad de la pretensión de Aznar al liderazgo mundial. ¿Qué otra cosa, que no sean infraestructuras, puede aportar España a Estados Unidos aislada de la Europa primordial, como corre el riesgo de estar por exclusiva voluntad de sus gobernantes? ¿Qué peso específico podemos aportar a tan desigual alianza? ¿Esperamos acaso que nos secunde ese puñado de nuevos socios y aliados europeos, que si hoy miran más al otro lado del Atlántico por su trágica experiencia pasada, más tarde o más temprano cambiarán de referencia y acabarán por incorporarse decididamente a aquella Europa? ¿Cree alguien seriamente que nuestro valedor será el Reino Unido, olvidando unos y otros el grave contencioso que nos separa y, ahora más si cabe, dada su decisiva dimensión geopolítica? ¿O acaso intervendrá nuevamente Washington en nuestros pleitos, hispano-británico esta vez, imponiéndonos de nuevo el status quo disfrazado ahora de condominio?

Los españoles debemos aspirar a algo diferente, y luchar por ello. Tenemos que reafirmar, alto y claro, nuestra opción europea. Una Europa fuerte, unida y autónoma, dotada de voz propia y de una auténtica política exterior y de defensa, y comprometida también con la paz y con un orden internacional justo. Este decidido compromiso europeo en nada es incompatible con el mantenimiento de un sólido vínculo transatlántico y, en particular, con una relación bilateral solidaria, madura y equilibrada, que salvaguarde la soberanía nacional y su corolario, el diálogo franco y sincero entre Madrid y Washington. ¿No fue un presidente de los Estados Unidos quien propició una Alianza para el Progreso? Hoy en día estas palabras, alianza, aliado, están sometidas a duros embates, pues se diría que solamente tienen vigencia si son incondicionales y sumisas. Luchemos por preservar el imperativo de ser aliados críticos, pero, simultáneamente, por enriquecer esta categoría dándole un contenido adicional; por conformar también una nueva alianza, a comenzar con los Estados Unidos de América, en la guerra contra esa otra amenaza global que es la pobreza, la enfermedad, la discriminación, la violación de los derechos humanos, la violencia de género, la incultura, todas esas lacras que son incompatibles con la dignidad humana.

Máximo Cajal es embajador de España.

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