El Derby de Maigret
Con el pretexto de que este año es el centenario de Georges Simenon, el comisario Maigret se ha empeñado en venirse conmigo al Derby de Epsom. "Estoy harto de celebraciones y simposios -me dice-. Además, así podré protegerle". Agradezco su buena intención, pero la verdad es que no temo atentados etarras en las onduladas praderas de Surrey. Sin embargo, él zanja la cuestión con tono algo misterioso: "Nunca se sabe". Ante todo, le mueve una teoría que pretende demostrarme más allá de cualquier duda razonable (no olvidemos que es francés): las tareas del detective y del apostante tienen mucho en común. Según me explica, en ambos casos hay que acumular pistas, recoger indicios y finalmente llegar a una conclusión con datos insuficientes. "Es decir -aclara- hay que buscar argumentos a favor de una corazonada". La diferencia es que el detective busca al responsable de una fechoría pasada y el apostante pretende adivinar quién protagonizará un éxito venidero. "Que viene a ser lo mismo", concluye. No me convence por completo, pero le admiro demasiado para llevarle en voz alta la contraria.
El día del viaje Maigret se presenta envuelto en una gruesa gabardina, más bien gabán, y fumando su pipa. Me permito hacerle una tenue broma sobre esta última y la sombra de Sherlock Holmes que va a acompañarnos en cuanto pisemos Londres, reprochándole usar una pipa recta en lugar de una cachimba como el hombre de Baker Street. Descarta plácidamente mi objeción: "No se crea esas leyendas. Holmes fumaba casi siempre cigarrillos o cigarros y su pipa habitual era tan recta como la mía. La cachimba la impuso el actor americano William Gillette, que popularizó al detective en los escenarios e inventó buena parte del uniforme con el que hoy se le caracteriza. Gillette se dio cuenta de que en el teatro nadie puede hablar con una pipa recta en la boca, pero en cambio es posible hacerlo con una curva. Voilà, c'est tout!". Y resopla con un poquitín de sorna. Mientras vamos camino de Tottenham Corner, Maigret sigue cultivando su ánimo didáctico. "¿Sabía usted que Epsom es un nombre romano?". Le confieso que desde luego no me lo parece. "Pues no se fíe usted de las apariencias", me aconseja, antes de aclararme el modesto enigma. Las calzadas y monumentos romanos solían ir acompañados de una piedra miliar que perpetuaba el nombre de la autoridad reinante cuando la obra fue inaugurada. Tras dicho nombre escribían "Princeps O. M. (optimus maximum). En Surrey hallaron hace siglos una de esa piedras conmemorativas, de las que estaba todo borrado salvo las últimas letras: eps...OM. Y de ahí proviene el nombre del aristocrático balneario, luego convertido en hipódromo. Mi maestro concluye, retozón: "Los habitantes del antiguo Surrey también se fiaron de las apariencias... ¡como suele hacer usted!".
Pero cuando ya estamos en el campo de carreras, el engañado por las apariencias parece ser Maigret. Al ver en el paddock una larga fila de jinetes que espera turno para estrechar reverentemente la mano de un anciano que se apoya con temblorosa gallardía en la silla de ruedas que acaba de abandonar, me susurra: "El típico ritual mafioso: la reverencia sumisa ante el Padrino". Me apresuro a sacarle de su error, aclarando que el venerable caballero es el gran jinete australiano Scobie Breasley, quien a sus ochenta y nueve años resulta sin duda el decano de cuantos afortunados han cruzado la meta de Epsom sobre el ganador. Fue un artista prudente y calculador, nada exhibicionista: cuando conquistó el Derby de 1964 con Santa Claus, lo hizo de modo tan medido que el propietario no volvió a dejarle montar al caballo, convencido de que había estado a punto de perder por descuido... Hace veinte años que no volvía a Inglaterra y ahora, antes de la gran carrera en que él triunfó dos veces, los veinte jockeys que montan en ella le rinden tributo de admiración. "Mire -le indico a Maigret-, el que le saluda ahora es John Murtagh, ganador del Derby del año pasado. Si lograse vencer hoy con Alamshar, el caballo del Aga Khan, haría un doblete digno de Lester Piggott. Y ése es Mike Kinane, que monta al favorito, Brian Boru, entrenado por Aidan O'Brien, el mismo que ha preparado a los dos últimos vencedores de la prueba: si se apunta el tercero establece un récord memorable. Para conseguirlo tiene nada menos que cuatro caballos en liza: otro de ellos, The Great Gatsby, va montado por Pat Eddery, al que tengo especial cariño porque triunfó en 'mi' primer Derby hace ventiocho años y que padece casi mi misma edad..., lo que multiplica su mérito a mis ojos. Ahora le llega el turno a otro Pat, el campeón irlandés Smullen, que montará al ganador de las Dos Mil Guineas, Refuse To Bend, también favorito, pero de cuya aptitud a esta distancia cabe dudar.Y ahí está Kieran Fallon, el mejor heredero de Piggott hasta en su fama algo levantisca y sulfurosa, que conducirá a Kris Kin, matriculado en el Derby casi por sorpresa hace sólo diez días...".
Maigret gruñe que por lo visto en la carrera no hay más que irlandeses. "Qué quiere usted -acepto-, los mejores jinetes suelen ser irlandeses lo mismo que los mejores toreros suelen ser andaluces. Pero ese que llega ahora y que no sólo estrecha la mano de Breasley, sino que le da un abrazo espectacular, es italiano y el número uno mundial: Lanfranco Dettori. Ha ganado todas las carreras importantes en todos los continentes... menos el Derby de Epsom, y no creo que hoy con Graikos su suerte vaya a cambiar". Maigret mastica su pipa con cierta ironía: "Irlandeses, italianos... ¿está usted seguro de que esto no tiene nada que ver con ninguna mafia?". Algo molesto por esta incorrección política, le señalo que también participa un jinete belga. "Es Cristophe Soumillon, el más joven de la partida, que a sus veintidós añitos ya ha ganado dos veces el Jockey Club francés. Hoy se estrena en Epsom y monta a Alberto Giacometti, otro de los O'Brien bien considerados por los expertos". Noto al comisario algo incómodo: "¿Belga? En fin, los belgas, yo... figúrese, hum". Y sigue con los ojos fijos ahora en los caballos que giran lentamente ante nosotros, como ofreciéndose. Le pregunto por cuál piensa apostar y no responde. De pronto, saca un cuadernito del bolsillo, anota algo en él, corta la hoja y me la entrega, cuidadosamente doblada."Lea ese nombre después de la carrera", me ordena. Siento una punzada de emoción al guardar el papelito, porque recuerdo haber leído que es el método que utilizó para descubrir al asesino durante una vista judicial a la que asistió como simple espectador en su única visita al Far West.
Y luego tiene lugar la hermosa carrera, que retorna cada año con la belleza inmaculada de la aurora. Desde los primeros metros, toma la cabeza The Great Gatsby, seguido de cerca por Refuse to Bend y Brian Boru, marcando un paso muy vivo. En la curva de Tottenham veo que Fallon lleva a Kris Kin en la posición clásica de Piggott, pegado a la cerca y en sexta o séptima posición. En la recta final Refuse to Bend cede a la distancia, así como Brian Boru, pero el gran Gatsby continúa valientemente en cabeza, sostenido con insólita energía por el veterano Eddery. Ni que decir tiene que me desgañito animándole, con solidaridad generacional: "Go on, Pat!". Sin embargo, en los últimos metros avanza irresistible Kris Kin y es Fallon quien gana por un cuerpo. A pesar de su fuerte remate, Alamshar tiene que resignarse al tercer puesto, a una cabeza del tenaz Gatsby. Después, ronco y deshecho como siempre de emoción, me vuelvo hacia el impasible Maigret, que me urge a que lea su profecía. Desdoblo tembloroso el papel y leo: "Refuse to Bend". Sin poderlo evitar lanzo una cierta mirada decepcionada a mi amigo, que la sostiene encogiéndose de hombros y refunfuñando: "Me gustó ese nombre". No tengo inconveniente en inclinarme, de nuevo admirado, ante la sabiduría del maestro.
Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.