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Columna
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Cocodrilos

Hace días, la noticia de que podrían encontrarse unos cocodrilos en el embalse de Valmayor sustituyó a los ardores electorales. Otro aliciente para la localidad de Valdemorillo, añadida a su referencia taurina y a la Fundación Eduardo Barreiros, un curioso museo de los motores diesel.

Soy, aunque esté mal en decirlo, casi una autoridad en lo tocante al tema de los cocodrilos, por lo menos en el ámbito de la Comunidad Autónoma madrileña. En cualquier país menos corroído por la envidia me habría visto solicitado por los medios, quizás por las autoridades civiles y académicas. Fui el propietario de un cocodrilo durante ocho o diez años, en los trastornados setenta. Un saurio vivo y coleando para el que encargué un receptáculo idóneo, instalado en el soleado mirador de mis oficinas que hacía chaflán entre las calles de Covarrubias y Manuel González Longoria. Chamberilero de adopción, pues. Aquí no es como en Caballería, y hay que explicarlo todo. A raíz de algunos percances con la Administración de aquellos tiempos, decidimos festejar la reaparición de un semanario que había sido severamente castigado por la censura durante dos períodos de cuatro meses, la más alta sanción, excluido el cierre total. Una fiesta por todo lo alto en la que reunir a redactores, colaboradores, anunciantes, gentes del mundo de la prensa, siempre propicio a concentrarse en torno a unas croquetas y unos sandwiches de jamón. Entonces no se concebía una reunión social sin que se rifara algo, y lo más socorrido era hacerlo con un automóvil utilitario, frigoríficos, televisores y viajes con estancia en los hoteles Meliá. Había que darle cierto tono desenfadado y humorístico a la reunión y se nos ocurrió sortear entre los asistentes un contador Geigger para medir la radiactividad y un cocodrilo, cosas ambas que no deberían faltar en hogar alguno de aquella España rompedora. Como parece racional, nos dirigimos a unos tratantes en fieras y animales exóticos, cuyo negocio se basa en facilitar cualquier tipo de ejemplar posible a circos, parques zoológicos y empresas que desearan sorprender a sus clientes y amigos. En Madrid eran -quizá sigan siéndolo- unos originarios armenios, creo, los Kritikian. Parece que a nadie se le ha ocurrido consultar en esa dirección sobre el asunto del pantano de Valmayor.

En el momento oportuno de la velada anunciamos el sorteo, que se celebró entre risas y parabienes. Lo malo es que, al adjudicar el cocodrilo a la persona ganadora, ésta lo rechazó de plano, no sin hacer una contraoferta a quienes se lo habíamos regalado. La cuestión es que hube de cargar con el reptil, que llevó una existencia lánguida y envidiable hasta que decidimos regalarlo al zoológico madrileño. Por cierto, en otra ceremonia que también pasó inadvertida: embarcamos al cocodrilo en un globo y lo entregó ceremoniosamente, en mano, la gran artista Alaska, en la Casa de Campo.

Una de las primeras cosas que se hicieron fue, remedando al Creador, ponerle nombre, porque algo que carece de nombre es como si no existiera: se llamó Leopoldo Mbomio García Luzuriaga, y ya he olvidado por qué. Su vida transcurría plácida e improductiva. El recinto consistía en unas pequeñas rocas y arena suficiente para que, supongo que con la robusta cola, modificase la decoración cuando le viniese en gana. De tanto en tanto avisábamos a los Kritikian, enviaban a alguien, metían al animal en un saco y enchufaban un largo tubo de goma conectado a los cercanos servicios sanitarios, que servía para la renovación del agua y la limpieza del acuario. Le daba el sol y la claridad madrileña, recatado tras los largos visillos opacos. Una intimidad rara vez violada, a no ser por algún visitante que tomaba asiento en el tresillo tras el cual zanganeaba Leopoldo y que veía recompensada su curiosidad con el espectáculo de un saurio adulto en lugar inesperado. Animal impasible, poco comunicativo, sólo mostraba una rapidez de relámpago a la hora de comerse los peces de colores que le echábamos vivos para su sustento. Vi muchos caimanes y yacarés en cenagales de la Cuba anterior a Castro -supongo que siguen allí-, en los pantanos de la Florida; entreví en el Nilo al que intentó merendarse al prudente perro de la conseja y los vi bullir entre las pestilentes lagunas de la Luisiana. Con menor bagaje andan por ahí pavoneándose individuos que se califican de expertos. Bueno, pues nadie ha pedido mi parecer en el asunto de los supuestos cocodrilos del pantano de Valmayor ¡Así va el mundo!

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