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Columna
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Perder los papeles

Hace algún tiempo un amigo mío fue víctima de un robo en el extranjero. En un desplazamiento interior -se trataba de un país extracomunitario- alguien le dejó sin papeles y a la intemperie. Poco más que calderilla en el bolsillo y un jersey. Acudió, como es lógico, al consulado de España más cercano y allí le solucionaron la vida en el sentido más amplio: desde comer y dormir hoy, hasta volar mañana de vuelta a casa.

Me toca escribir, antes de que concluya el proceso de constitución de ayuntamientos, esta columna que será publicada justo después. Su tema es la papelería ciudadana, o lo que es lo mismo, las credenciales que incluyen o excluyen a las personas dentro de un mismo territorio. Y si la anécdota de mi amigo viene a cuento es porque no acaba exactamente donde la he dejado. A su vuelta de aquel viaje tuvo que oírnos. En un tono más o menos tierno, jocoso, irónico o crítico le preguntamos cómo era posible que hubiera acudido al consulado de España: "Tú, que ni te sientes ni te quieres español, sino todo lo contrario". Y es que para mi amigo el sentido de ser vasco se ajusta fácilmente a esa negación.

Sucedió hace bastante tiempo, pero lo recuerdo a menudo. Lo hice, por ejemplo, cuando vi por primera vez las papeletas electorales de AuB, formalmente idénticas a las de curso legal. O cuando me topo con uno de esos carnés de identidad vascos, expedidos por Udalbiltza, cuyo diseño es extraordinariamente parecido a un DNI, con el nombre del país cambiado. Y pienso que si esos documentos virtuales se parecen tanto en la forma a los reales, es porque aspiran a parecerse también en el fondo; a ser la credencial que asegure a su titular un estatus como mínimo idéntico al que garantiza hoy la ciudadanía española, esto es, europea.

Y me pregunto cuántos, de entre quienes se sienten ofendidos por la procedencia actual de su carnet de identidad o de su pasaporte, estarían dispuestos a renunciar a ellos, a convertirse ahora mismo -y mientras dura su proceso de construcción nacional- en apátridas. En extracomunitarios, sin papeles o con medios papeles. De esos para quienes cualquier trámite administrativo significa una cola interminable o una amenaza; y un alquiler, una odisea; y la obtención de un crédito, una utopía; y la convivencia, un desafío permanente. De esos extranjeros que obtienen enseguida la titularidad de obligaciones -tributos y cotizaciones-, y sólo remota y parcialmente la de derechos. O por decirlo de un modo más abrupto, de esas personas a quienes, en el mejor de los casos, les toca contribuir sin decidir; o por ceñirme más al calendario, pagar pero no votar.

Desde el punto de vista del estatuto de ciudadano comunitario, es un viaje muy corto el que lleva de un pasaporte granate que pone España a otro pasaporte granate que pusiera Euskalherria -suponiendo que Europa lo aceptara-. Como es también cortísimo, se mide en centímetros, el trecho que separa en el Parlamento vasco los asientos de un grupo propio y los de un grupo mixto -sólo a ese viaje obliga la resolución del Tribunal Supremo sobre Batasuna que Atutxa encuentra tan problemático aplicar-.

Y sin embargo, a esos desplazamientos interiores, domésticos, les estamos dedicando todas nuestras alforjas. A esos viajes que -vista la realidad del resto del mundo- merecen el calificativo de salón aplicamos aquí nuestras energías y nuestras nociones de justicia, democracia o libertad. En ese consumo interno las derrochamos, hasta agotarlas.

Mientras fuera, en los márgenes del padrón municipal, quedan, mayormente desatendidos, los auténticos viajeros. Los que han conseguido algún papelillo en precario. Y los otros, los que siguen sumidos en la más trágica extranjería. Los indocumentados del todo, desposeídos, asustados, humillados, explotados. Trabajadores y habitantes en negro; que malviven a nuestra sombra.

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