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Columna
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Calle de la memoria

Ya hay en Madrid un monumento a unas primeras víctimas de la transición española: los abogados laboralistas que trabajaban por las libertades en un despacho de Atocha y a los que la España negra, ahora que se ha vuelto a hablar de la España negra -aquella sí que era negra-, asesinó fatalmente. Las víctimas de semejante crimen merecen un monumento por las mismas razones que barajaron sus verdugos para decidir que no merecían la vida. Pero es además útil para los vivos: recuerda en la calle que nuestra vida democrática está siempre acechada por matones de toda índole que tratan de imponer el miedo y la intolerancia. La famosa transición, de la que tan satisfechos parecemos estar, ha servido en teoría para dejar atrás el opresivo y ominoso escenario de un enfrentamiento y pasar al más luminoso estadio de la concordia.

Pero, como nada se regala, el tiempo nos ha enseñado que aquel tránsito no fue precisamente un milagro, sino en buena parte el resultado de pactos de silencio, arropamiento de enigmas y conjuras de desmemoria. De entre todas las amnistías concedidas entonces, fue la que convertía en demócratas de la noche a la mañana a autoritarios convictos la más rentable para sus beneficiarios y herederos y, sin duda alguna, la sombra permanente que, ETA aparte, y a veces favorecida por ETA, nos amenaza. Esa España negra, con ETA incluida por supuesto, pero a veces sin ETA, enseña la patita desde púlpitos diversos, y ahora, animada por nuestros olvidos acordados, con la moral de los conversos, y en un ejercicio de disimulo que recupera una vieja estrategia, señala con desvergüenza otra España negra en la que cualquier demócrata puede quedar señalado a poco que se descuide. Sin memoria no habrá modo de hacer frente a quienes recuperan su vieja moviola en desuso para simular que hablan de futuro al tiempo que recuperan estigmas del pasado.

Por eso, si, al pasar por el grupo escultórico que ahora se erige en Antón Martín en memoria de los asesinados de Atocha, nuestros niños preguntaran quiénes eran aquellos abogados muertos, convendría recordarles que al menos algunos de ellos eran comunistas y fueron masacrados por eso. Sé que no es fácil explicar a unos niños qué tipos de comunistas eran aquellos, perseguidos por Franco y que contra Franco luchaban, pero habrá que hacer un esfuerzo para evitar las simplificaciones o las asociaciones interesadas de perversos o ignorantes y poner las cosas en su sitio. Nadie diría que 25 años después tuviéramos que detenernos en estas viejas consideraciones si no fuera que los comunistas siguen siendo señalados ahora, más que con temor para invocar el miedo, como por inspiración franquista y por parte de aquellos que repiten lo que oyeron en casa. De los efectos de campañas de esa índole me hablaba hace unos días Gaspar Llamazares: me contaba cómo le insulta en la calle la derecha cabreada con el pacto de la izquierda en Madrid ante el susto de su hija de 12 años. Y ante rebrotes de ese tipo no parece que esté de más recordar cómo eran los comunistas españoles de la transición y qué hicieron por ella. Que lo recuerde una obra escultórica que se titula El abrazo, y que se trate de una escena de concordia no es lo de menos, y que la escultura se haya inspirado en una obra de Juan Genovés, que luchó por la libertad y la pintó, y que es hombre que sabe que la libertad hay que alimentarla de memoria y de vida, es especialmente significativo.

Pero esos grupos, en cierto modo alados, con que el especial realismo de Juan Genovés consigue juntar a la gente libre que circula por sus cuadros, parece que pierdan cierto vuelo en la rotundidad del bronce. Los hubiera preferido uno en una gran pared, manteniendo la ligereza de la pintura, como en un cartelón que pregonara la marcha incesante del hombre libre, como la gran pancarta detrás de la que nunca deja de estar la gente de buenas intenciones y que tanto detestan los arrogantes amigos de la discordia. Es importante, sin embargo, que en una ciudad saturada de estatuas sin sentido, incluso con monumentos a la barbarie, ocupe un lugar, y además financiada por suscripción, esta lección pública en la que el arte y la moral se abrazan. Y que para que dure más sea el bronce lo que se expone a la intemperie. Es tan frágil la memoria colectiva, tan sometida con frecuencia a escarnios, tan amenazada siempre, que bueno es encarnarla en el material más duro.

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