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Tribuna:DEBATE | La encrucijada del socialismo europeo
Tribuna
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Mutuo aislamiento

En diciembre de 1980, los sectores del Partido Demócrata que recordaban el New Deal de Franklin Roosevelt acogieron en Washington a Tony Benn, Willy Brandt, Felipe González, François Mitterrand, Olof Palme. A principios de junio de este año, esos mismos sectores del partido -defensores de las libertades civiles, ecologistas, minorías étnicas y raciales, feministas, internacionalistas y sindicalistas- se reunieron en Washington. Fassino, Hollande, Zapatero no estuvieron, y si hubieran estado nadie les reconocería. Los canales de comunicación entre los protagonistas estadounidenses de nuestra versión de la socialdemocracia y los herederos europeos de una gran tradición han dejado de funcionar. Es una consecuencia del destino que comparten: las tradiciones están en mal estado, incluso en plena disolución.

Existe una quinta columna estadounidense en Europa, un bando del capital y del imperio

Los esfuerzos de Bill Clinton y Tony Blair para construir una tercera vía intensificaron el problema. Aceptaron las grandes premisas que planteaban los enemigos del Estado de bienestar: era una entidad burocratizada e ineficaz, que perjudicaba el rendimiento y la responsabilidad y tenía un coste excesivo. Hablaron tanto de los males del Estado de bienestar que le despojaron de legitimidad. La confianza de Clinton en la orientación positiva del ciclo económico capitalista no fue acompañada de verdaderas inversiones sociales, por lo que el país, en medio de la crisis económica de Bush, carece de capital institucional y social. La oposición demócrata a Bush actúa, sobre todo, a la defensiva. Hay que mantener el seguro médico (Medicare) y las pensiones (seguridad social) de las personas mayores. No existe ningún gran proyecto de modelo alternativo para la economía y la sociedad; los nietos del New Deal sufren un empobrecimiento intelectual.

Ellos son vagamente conscientes de que los últimos presupuestos del Gobierno laborista han sido un rechazo silencioso de la tercera vía: entrañan grandes aumentos del gasto público en educación, salud y transporte. Los estadounidenses se dan cuenta de que tienen poco que aprender de Blair. El laborismo, que empezó comprometiéndose a construir una "nueva Jerusalén en la tierra brillante y luminosa de Inglaterra", ha abandonado la visión para dedicarse a la gestión, que tampoco se le da demasiado bien. Estos estadounidenses tienen cierta idea del desastre sufrido por la izquierda francesa el año pasado. Saben más, gracias a los comentarios satisfechos de nuestros medios -que imparten ideología disfrazada de reportajes-, sobre las luchas a propósito del Estado de bienestar en Alemania. Incluso a los estadounidenses mejor informados y que simpatizan o podrían simpatizar con el socialismo europeo les resultaría difícil describir con coherencia su evolución reciente. La comunidad transatlántica de reformistas que existía en la primera mitad del siglo pasado (descrita en un magnífico libro del historiador de Princeton Daniel Rodgers, Atlantic Crossings) no ha dejado prácticamente huella. Los historiadores son los únicos que recuerdan que a Theodore Roosevelt le impresionaron las reformas sociales de Lloyd George en 1906 y que los miembros del New Deal estaban muy influidos por Keynes.

Es cierto que nuestras universidades cuentan con grandes especialistas en Europa. Muchos, incluso, desesperados por la política estadounidense, han adoptado partidos socialistas europeos. Hasta en los peores momentos de la guerra fría había profesores norteamericanos con sólidos conocimientos sobre la bestia negra de los responsables de la política exterior, el Partido Comunista Italiano. Sin embargo, es poco frecuente que todos esos conocimientos sean aprovechados por el Gobierno, o por los redactores y reporteros de periódicos. Otros investigadores que trabajan en centros de estudios saben, en muchos casos, que mostrar demasiada simpatía por los socialistas europeos es un impedimento para obtener contratos del Gobierno o nombramientos en el aparato de política exterior. Junto a los economistas, cuyo tribunal supremo es el mercado de valores, se dedican a repetir de forma obsesiva la opinión de la capital estadounidense de que el Estado de bienestar europeo destruye la iniciativa empresarial y es un obstáculo para la productividad. El lema "es posible otro mundo", del movimiento contra la globalización capitalista, se enfrenta a miles de ideólogos estadounidenses que insisten en que la solidaridad social es una fantasía utópica. Por supuesto, son personas que ocupan los niveles superiores de la pirámide de ingresos en Estados Unidos. Su sentido de la solidaridad con sus compatriotas es prácticamente nulo. Y sus opiniones sobre Europa reflejan el darwinismo social que practican en casa.

Hace mucho que existe una quinta columna estadounidense, un bando del capital y del imperio, dentro de la maquinaria encargada de crear la opinión pública en Europa. Will Hutton observaba hace poco que la economía está dominada por unos modelos de mercado libres absurdos y falsos, de capitalismo puro, porque los europeos permiten a las universidades estadounidenses que impongan sus criterios. (El comité del Premio Nobel de Economía suele ser sumiso: ha honrado a Stiglitz, pero nunca a Galbraith).

Ahora bien, si se examina con detalle, se ve que la quinta columna estadounidense, en realidad, es europea. En Europa hay numerosos banqueros y profesores, periodistas y políticos, deseosos de confirmar los dogmas inculcados al pueblo estadounidense sobre los europeos. Al fin y al cabo, no hay nada que deseen más que anular 50 años de política social y económica en Europa. Pero una de las paradojas de esta situación es que los socialistas europeos y los demócratas reformistas de Estados Unidos luchan por salir adelante al tiempo que mantienen su mutuo aislamiento. Esto es lo que permite que florezca la única forma de internacionalismo en la que cree el régimen de Bush, el internacionalismo del capital y su ideología.

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