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Columna
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La feria de los originales

Mi amigo editor comentaba, en medio del trajín de una reciente feria del libro, la penitencia que supone recibir manuscritos e incluso la insistencia con que este año han caído sobre sus manos esos curiosos artefactos, esos paradójicos contenedores de la esperanza humana. El editor ha comprobado, con desaliento, cómo a medida que vaciaba de libros publicados su caseta ésta se iba llenando de manuscritos, nuevos manuscritos de autores desconocidos, pero que pugnaban, mediante ese gesto impulsivo de entregarlo a un editor, por salir a la luz y alcanzar el reconocimiento.

La fauna humana que se reúne más allá de la selva de manuscritos no solicitados es tan variopinta como la fauna de los escritores ya editados. Conviene andar con tiento en este campo, no sólo porque todo libro, al fin y al cabo, es manuscrito antes de su edición, sino porque todo autor ha sido previamente autor inédito. El manuscrito literario debe inspirar un profundo respeto: en él hay siempre un ser humano que maneja sustancias frágiles, sensibles, y ello exige recibir el manuscrito con sentido de la responsabilidad, con decencia crítica e incluso profesándole una suerte de homenaje.

Detrás del manuscrito inédito puede esconderse el talento, la honradez o un mero ejercicio de la voluntad; pero detrás de él puede esconderse también algo profundamente atrabiliario. Son cuatro categorías de manuscritos. Y las tres primeras aluden, respectivamente, a la calidad literaria, a la sinceridad o a la fuerza de una personalidad indoblegable. Estas tres son dignas de respeto, aunque la imparcialidad de un editor llevaría a que sólo la primera fuera digna de edición.

Los manuscritos exigen un manejo cortés. Todo manuscrito es un abismo del alma, y allá al fondo subsiste siempre una persona. Hasta ahí, de todos modos, el discurso del respeto. Porque, como decíamos, existe una cuarta clase de manuscritos: aquellos sustentados por el impudor, la egolatría y la falta completa de medida. Mi amigo editor ha sido víctima de esta última categoría de autores visionarios. Durante la feria, su caseta ha sido asaltada por numerosos talentos espontáneos, talentos desusadamente autónomos, que no sienten por la lectura la más mínima curiosidad. El mundo está atestado de autores anónimos que no juzgan interesante nada de lo que puedan escribir sus semejantes, cegados hasta tal punto por la presunta calidad de su trabajo que ya han accedido a un universo intelectual autosuficiente donde ninguna influencia externa es necesaria.

Mi amigo editor ha tenido a este respecto experiencias increíbles: asediado por autores inéditos que hablaban desaforadamente sobre el manuscrito, él contraatacaba preguntándoles si conocían algún libro de su editorial. Y ellos callaban, perplejos, sin entender qué tenía que ver aquella pregunta extravagante con la posible edición de su joya particular. Los autores de manuscritos, por supuesto, abandonaban satisfechos la caseta del editor, una vez entregado el fardo, sin haber adquirido un solo libro de ese catálogo del que nada sabían, pero al que ahora soñaban con pertenecer.

Esas experiencias sonrojantes me recuerdan una parecida que yo mismo sufrí hace tiempo. El autor inédito me espetó su grueso manuscrito y acto seguido preguntó a qué editoriales podría enviarlo. Me quedé pensando un momento, sopesando las salidas que acaso serían viables para el libro inédito de un escritor desconocido, y luego respondí, en un murmullo desprovisto de fe: "Bueno... Tusquets... Anagrama..."

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El autor me pidió que parara: debía anotar inmediatamente aquella valiosa información: ¿Cómo había dicho? ¿Tusquets? ¿Cómo se escribía aquello? ¿Del anagrama de qué editorial estaba hablando?

Y aquel fue de esos momentos en que uno comprende que debe seguir alerta, controlando los impulsos de su propia egolatría, ante la palmaria evidencia de que la egolatría de algunos semejantes es infinita, y que incluso cuando se tiñe de inocencia (o de mera ignorancia) resulta aún más obscena.

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