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Reflexiones tras un paseo por el Raval

Soy un ramblero, me gusta ramblear por el primitivo cauce arenoso que corta en dos mitades el casco antiguo de Barcelona y en el curso de mis rambleos me aventuro a veces por el espacio aguijador del Raval. Muchas cosas han cambiado desde la época en que lo frecuentaba, en la década de los cincuenta: los prostíbulos han desaparecido y con ellos los escaparates de gomas y lavajes; bloques enteros de casas fueron derribados en operaciones, a menudo dudosas, de saneamiento urbano y moral; una vasta avenida divide el laberinto de callejuelas del antiguo Barrio Chino en el que alguna vez fui detenido con Jaime Gil de Biedma por "merodeo nocturno"; sobre todo, el Raval ha perdido, por fortuna, el carácter homogéneo y compacto de la vieja clase obrera barcelonesa, en la que sólo los gitanos y charnegos recién llegados ponían la nota de color. Ahora, magrebíes, subsaharianos y, sobre todo, los oriundos de Pakistán, se mezclan con los españoles que en oleadas sucesivas han acabado por aclimatarse al lugar.

En un paseo reciente por los entresijos posteriores del Liceo me asomé inesperadamente a la plaza de Andre Pieyre de Mandiargues, asiduo en sus días del cercano restaurante Casa Leopoldo y autor de una bella novela sobre la Barcelona sojuzgada por el franquismo. Como para rendirle homenaje, una veintena de prostitutas internacionales aguardaban a ajustar el trato con algún cliente en sus aceras y esquinas. Imaginé la alegría del fino erotólogo de haber tenido la posibilidad de contemplarlas: ¡se sentiría como pez en el agua y bendeciría al Ayuntamiento por este recreativo ejercicio de voyerismo!

Ilusionado por la buena nueva, busqué la plaza de Jean Genet. Esperaba encontrar allí a todo un muestrario de chaperos y carteristas que describe en Diario del ladrón, pero estaba vacía. ¡Ni un descuidero local ni un inmigrante apuesto y de buenas prendas, dispuesto a socorrer con su fogosidad las almas cuitadas y ansiosas de curación! Me alegré de haber rehusado la invitación municipal a pronunciar unas palabras en el acto de la inauguración de la placa conmemorativa con el argumento macizo de que, de aceptar, Genet sería capaz de resucitar y abrumarme con merecidos sarcasmos e injurias. (Los muertos no pueden protestar, pero quienes estamos en lista de espera, sí. Hace años, corrían los tiempos del felipismo, el alcalde de Almería quiso dedicarme el nombre de una calle de la ciudad. En tal brete, era una excelente persona, acepté la oferta, pero con una condición imperativa: la de que se formulara de forma bien clara en el rótulo que no se aplicaría jamás en ella la infamante Ley de Extranjería. No recibí respuesta y sigo sin saber en qué quedó la cosa).

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(Otras alternativas, en función de los lugares en donde se ha desenvuelto mi vida o que han influido de algún modo en ella: 1. La dedicatoria a mi modesta persona de una vespasiana de honor en alguno de los desaparecidos urinarios del bulevar de Rochechouart; 2. El nombre de un cafetín en El Ejido, frecuentado tan sólo por inmigrantes magrebíes o subsaharianos, etcétera. Dejo a la imaginación del lector una larga lista de sugerencias).

Pero hay castigos más crueles que el de bautizar una calle, avenida o plaza con el apellido o sobrenombre de un escritor, poeta o artista, ya esté criando malvas, ya anden coleando aún por la vida. De vuelta a la Rambla por Conde de Asalto, torcí a la derecha y di con el monumento erigido a Serafí Pitarra, "creador del teatro catalán". Aunque las autoridades de la época tuvieron la atención de esculpirle sentado en un sillón en vez de dejarle de pie hasta que se extinga el mundo, el espectáculo que contemplé me inspiró una infinita piedad o, por mejor decir, piedad de por vida. Docenas de palomas se posaban en él y le ensuciaban con sus deyecciones. Una le plantaba las patas en la cabeza, otras picoteaban sus hombros, las más le incordiaban en el regazo y las perneras elegantes de su pantalón. Las que revoloteaban en torno al dramaturgo acababan por aterrizar en sus zapatos o en el respaldo de la butaca. ¿Cómo podía soportar el buen hombre día tras día y año tras año tanta incomodidad y tormento? Pensé inmediatamente en los precitos del infierno y en la tortura china de la gota de agua que, en otra variante de la leyenda, cae sin cesar sobre ellos. ¿Habían reparado los que le homenajeaban en la inhumanidad de su gesto? ¿Qué les había hecho el infeliz para que se vengaran de él con tanta saña? Y, de la plaza del Teatro, pasé a recordar todas las estatuas públicas, condenadas sin remedio a la suciedad de la contaminación y al agravio de los excrementos. ¡Los encumbrados a la gloria sufrían en verdad un destino similar al del averno imaginado por poetas geniales, pero rencorosos, y por los predicadores calenturientos magistralmente evocados por Joyce y por Blanco White!

La manía de erigir estatuas a escritores y artistas que, salvo excepcionalmente, no suelen hacer daño a nadie -los políticos y estadistas, por el contrario, suelen ganarse dicho suplicio a pulso- no es, desde luego, una exclusiva hispana: la hallamos con diferentes grados de zafiedad y ridículo en casi todos los países de esa bolita minúscula, perdida en un enjambre de constelaciones, astros y planetas, en la que momentáneamente habitamos. Las he visto en Europa, las Américas y a lo largo y ancho de Turquía, con un Ataturk petrificado en una incontable variedad de posturas y trajes.

Pero, a esta funesta propensión a la grandiosidad, los administradores y empresarios culturales añaden otra aún más perversa: la de exhumar los restos mortales de una celebridad y transportarlos como una reliquia a un mausoleo o sepulcro supuestamente más acordes con su propio status. Francia nos lleva desde luego la delantera con el solemne traslado al Panteón de las cenizas, huesos y cráneos de unos inmortales muertos y bien muertos. Hace años seguí por televisión el del gran escritor André Malraux y, muy recientemente, la prensa me informó de que le había tocado la hora a Alejandro Dumas. Músicos, guardia de honor y el Gobierno en pleno encuadran el ceremonial con la aparente convicción de que el universo entero, con su miríada de galaxias, asiste conmovido al acontecimiento. Felizmente para ellos, Laclos, Baudelaire y Proust descansan en su osario o tumba, a salvo, de momento, de un súbito arrebato patriótico, hasta el Juicio Final.

En España, tras periodos en los que permanecemos al pairo a causa de nuestras frecuentes siestas y vacaciones históricas, escuchamos de vez en cuando voces rotundas que piden reparación: ya no se trata de pasear la mano de santa Teresa ni el cadáver del fundador de la Falange, sino del traslado de los restos de Machado a sus queridos Campos de Castilla y ¿por qué no?, recuerdo un elocuente artículo al respecto, los de Picasso a su tierra natal (e imagino la bronca que se armaría entonces entre Barcelona y Málaga). Ni Colliure ni los Alpes Marítimos merecen por lo visto un honor tan egregio como el de acoger su polvo sagrado. El recuerdo de las circunstancias dramáticas del exilio republicano molesta a los gobernantes que, a instancias de sus asesores de ideas, citan un día a Cernuda y el otro a Azaña, sin haber leído manifiestamente a uno ni a otro.

Quien ha evitado hacer carrera en nuestro Parnaso y convertirse así en bien nacional debe tomar unas precauciones elementales para evitar un destino tan triste y desagradable: esa degradación paulatina que va del rótulo callejero, la placa conmemorativa y la estatua a la movida de huesos, para mayor gloria del jefe de turno y de la burocracia estatal.

Juan Goytisolo es escritor.

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