Habas a la catalana en el hotel
En casa siempre se ha comido bien. Sobre todo en las grandes ocasiones, cuando nos sentamos entre 30 y 40 a la mesa. Con 12 hermanos, esto suele incluir todos los sábados del año y un montón de fiestas religiosas, laicas o, simplemente, celebraciones familiares. En estas ocasiones, mi madre dirige un ritual complejo que abarca desde la intendencia hasta la concepción del menú y la realización personal de muchos platos. Sus decisiones se inspiran en la tradición familiar y en una sabiduría sorprendente para incorporar algunos elementos y costumbres forasteras. Sobre todo de Francia, por influencia de la familia paterna, fabricantes de tapones de corcho para champán y porque cerca de la frontera lo francés siempre ha sido mejor visto.
La buena comida vuelve a los hoteles. Y como los hoteles son ambiente, calidez e historia, los grandes cocineros parecen recuperar la memoria
La cocina de Girona ha sido escrupulosamente de temporada -de mercado la llamaríamos ahora-, y en la mesa ha convivido la devoción por la buena comida con cierta austeridad derivada de un sentido religioso que mezcla el catolicismo con algo del rigor protestante: no abusar nunca de la comida, pero tampoco dejar nada en el plato; no comer fuera de horas; sentarse a la mesa a la hora en punto, siempre bastante temprano. Son reglas que se rompían sólo en verano y había otras: los codos fuera de la mesa, y la obligación de aprovecharlo todo, comer la fruta marcada o reciclar las sobras con sabiduría en verduras refritas, croquetas, canelones o sopas para la comida siguiente.
La mesa se ha amoldado siempre al paso de las estaciones. El bacalao con alcachofas y huevo duro se come los viernes de Semana Santa para cumplir con la abstinencia. Avanzada la primavera se comen habas y guisantes, que en Girona se preparan con algo de anís o moscatel. Los arroces a la cazuela, más bien caldosos, se comen en verano, cuando hay escórpores y xuies pescadas en Cap Gros -langosta de pobre, la llamaba Paco, el último pescador de la bahía de La Fosca-. Ésta es una mesa generosa y sabia en ensaladas, que no toca la cebolla con el cuchillo sino que la parte de un puñetazo, porque sabe que la ceba al cop de puny no es nunca rabiosa. Es una mesa que no escatima acompañamientos también de temporada: calabacines, berenjenas y hasta boniatos fritos, o salsifis, nabos negros y setas. Hablamos de una mesa que celebra igual una zarzuela de pescado que los arenques ahumados y macerados con zanahoria, cebolla y laurel importados periódicamente de Francia.
La comida familiar del país a menudo fue un reflejo de fondas de nombres sugerentes como la Neus de l'Escala o Cal Patacano de Blanes. Y muy especialmente de hoteles como el Costa Brava, el Trias de Palamós y el Aiguablava. Hasta entrados la década de 1970, los hoteles tenían los mejores fogones de Cataluña. También en Barcelona, donde el Ritz o el Majestic fueron verdaderas escuelas de restauración.
El turismo de masas y el menú turístico de Fraga acabaron con una saga de cocineros colosales que tuvieron en Josep Mercader y su Motel Empordà de Figueres uno de los pilares. Un alumno aventajado de la cocina de esta época, Lluís Martínez, se hizo cargo del Rocafosca, un hotel con una terraza casi racionalista que se adentraba en el mar como una proa. Desde ella se pudieron ver las primeras lanchas Riva, con su madera siempre recién barnizada y las primeras turistas haciendo esquí acuático, mientras en la platja dels pescadors tirábamos la barca al agua. Pero la terraza del Rocafosca se fue desconchando. Todavía hubo algún baile en la pérgola trasera. Un camarero se fugó con una clienta belga. Los franceses intercambiaban pelotas en el tenis, bajo los pinos, a la hora solitaria de la siesta. Y, después, cerraron.
Fue el final de un símbolo, la crisis de una cocina de hotel que en los últimos años intenta rehabilitarse. Fermí Puig es bastante el responsable. Viene de otra tradición importante, la de Granollers, donde su familia envasaba trufas y rovellons tres pins. Descubrió muy pronto que se puede ser cocinero propietario en comarcas, pero no en pleno paseo de Gràcia de Barcelona. Y decidió aceptar el reto de la familia Soldevila e instalar su Drolma en el primer piso del hotel Majestic. Consiguió su primera estrella Michelin y otros hoteleros abrieron los ojos a una apuesta que va camino de convertirse en fenómeno: el hotel Arts ha fichado a Sergi Arola, con dos estrellas Michelin a cuestas. Otro dos estrellas, Joan Roca, del Celler de Can Roca de Girona, ha aceptado organizar con sus hermanos Josep y Jordi la cocina del futuro hotel del grupo Tragaluz. Santi Santamaría podría tomar las riendas en el Presidente. El hotelero Jordi Clos apuesta por la gastronomía en el Claris. Ferran Adrià está con la nueva fórmula de los NH.
La buena comida vuelve a los hoteles. Y como los hoteles son también ambiente y calidez e historia, los grandes cocineros parecen recuperar la memoria. En el Drolma, el año pasado, había unas habas a la catalana soberbias, dulces, que se deshacían en la boca. Fermí Puig las mezcla con guisantes y llevan tocino, butifarra negra -o botifarró de sang, que le suministra un vicerrector de la Universidad de Barcelona-, ajos y cebollas tiernas y menta. El fuego, muy lento, y la cazuela cubierta con la tapa del revés, con un poco de agua. Su abuela le echaba un poco de mejorana. Él la traiciona con unas gotas de anís.
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