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Tribuna
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Algunas claves sobre la complejidad cubana

Con cierta frecuencia he visitado Cuba y me ha interesado su historia conflictiva, que, en parte, es la nuestra, su cultura desbordante y su singular régimen político. El caso cubano, por su larga duración, por su incidencia en toda Iberoamérica, en Europa y África, y, por supuesto, en Estados Unidos, tiene una significación mediática muy arraigada y polémica. Por razones conocidas, también, la relación España-Cuba ha estado muy sensibilizada: a lazos históricos, afectivos y familiares se han unido consideraciones de simpatía ideológica en muchos momentos.

Mi acercamiento directo al problema político cubano, sin embargo, no fue en los sesenta, en su vorágine utópica y adhesión amplia, sino en los más calmados finales de los ochenta y noventa, y en clave de incidir tentativamente en una eventual transición gradualista, pactada y pacífica. Con Adolfo Suárez, dentro de este esquema de cooperación y él ya sin responsabilidades de Gobierno, en la aventura simpática y frustrada del CDS, hablamos largamente con Fidel Castro, con sus más allegados colaboradores y, al mismo tiempo, con opositores moderados del exilio y con la naciente disidencia interna. Y aunque ahora las relaciones son menos fluidas, al menos, como tema académico, me sigue atrayendo. Y no sólo como estudio: Cuba, para muchos españoles y gallegos, entre los que me cuento, es la más bella isla del Caribe y del Atlántico, y en este punto coinciden sin fisuras fidelistas entusiastas y anticastristas añorantes: del "songoro cosongo" al "Mea Cuba".

El caso cubano tiene una complejidad tan acusada que roza la vieja aporía griega: un problema sin aparente solución racional. Si en el artificio lógico, Aquiles nunca alcanzará la tortuga, por transposición, Cuba no "resolverá" una transición y una reconciliación. Sin embargo, analizando críticamente la historia, el personaje-clave y las distintas situaciones, si una solución radical es difícil, un proceso que viabilice salidas graduales o aminore conflictos de futuro se debería seguir intentando, es decir, buscar claves que ayuden.

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Cuba, como es bien sabido, fue sucesivamente colonia española, la última, con Puerto Rico, en América, y protectorado y zona de influencia norteamericana: España y Estados Unidos han constituido referentes básicos, incluyendo guerra colonial. Por otra parte, el débil asentamiento independentista-liberal será efímero y las dictaduras directas o vicarias de Machado y Batista se alargan hasta 1959. A diferencia de Puerto Rico, Cuba se libró de ser un americano Estado Libre Asociado, pero su dependencia económica y, por extensión, política se mantuvo firme y habrá, complementariamente, formalización y materialización del derecho de ocupación (enmienda Platt). El anti-españolismo criollo cubano, tan presente en el siglo XIX, dará paso a un antiamericanismo, también criollo, en todo el siglo XX, y, como reacción compensatoria, el antiespañolismo se desvió: los malos son siempre mejor que los peores y, así, a los malos sin ya poder coactivo nos convirtieron en buenos lejanos.

El personaje-clave de la Revolución triunfante, de 1959 hasta hoy, es y sigue siendo Fidel Castro: Fundador de un Orden Nuevo, Guía carismático y Mito popular. De padre gallego inmigrante enriquecido, Fidel estudiará con los jesuitas, donde se educaba la burguesía cubana, y se hizo abogado. Criollo nacionalista e independentista, identificado con Martí y con la regeneración liberal de Chibás, sólo posteriormente se acercará al marxismo: para el PC cubano, Fidel y sus amigos, en principio, se percibían como "románticos de la ilegalidad" o malévolamente como "aventureros pequeño-burgueses". La Revolución y Fidel triunfan, entre otras causas, por el fuerte apoyo popular y de la burguesía nacional criolla, por las victorias guerrilleras, por la corrupción generalizada y por el abandono de Batista. La Revolución es la palabra clave legitimadora que combina y sintetiza socialismo utópico e independentismo libertario: Hombre Nuevo, Sociedad Nueva, Estado Nuevo, como en los albores de las revoluciones francesa y rusa. Por su dinámica interna y por la miopía americana de bloquear y excluir, la Revolución se ve forzada a una vía que resultará irreversible: el acercamiento a la órbita soviética. El discurso político y el aparato institucional, que lo manipulará, pasará del halo romántico a una fijación marxista, pero siempre matizada con Martí. Y Martí, héroe de la primera independencia, incluso ahora es también clave referencial para un entendimiento de futuro de todos los cubanos, de dentro y de fuera. Con la desaparición de la Unión Soviética, el aislamiento sobrevenido se endurece y lleva, a su vez, por la lógica del temor, a un ensimismamiento reductor del Régimen. Utopía y realidad se enfrentan y las contradicciones afloran: las conquistas sociales -Educación y Salud, Vivienda y Trabajo- acapararán las prioridades y se limitarán las libertades individuales.

A mi juicio, el marxismo-leninismo de Fidel es, predominantemente, instrumental: válido en la medida en que facilitó y consolidó una personalización del poder. Salvando distancias, Fidel podría ver en las reducciones igualitarias jesuísticas del Paraguay y del siglo XVIII su modelo justiciero y paternalista: un Gran Padre Superior que anima y cuida, que premia y castiga. Inteligente e intuitivo, astuto y arbitrista, solidario e incansable, y, como buen político experimentado, con capacidad innata para convencer, seducir y simular galaicamente. Pero tendrá nortes fijos e invariables: un nacionalismo martiano profundo, un pan-americanismo arraigado y un antiamericanismo militante, en la vieja tradición cubana.

Si el amigo exótico y coyuntural ideológico (URSS) ha desaparecido, aliado político y sostén económico, el enemigo secular permanece muy cercano: a un tiro de piedra. Pero, con todo, se mire por donde se mire, la solución definitiva pasará por un entendimiento Washington-La Habana. Por el momento, esta constante relación conflictiva cubano-norteamericana tiene otra paradoja que dificulta la salida de la endogamia bilateralizada: que los cubanos y los norteamericanos son, al mismo tiempo, enemigos aparentes irreconciliables y aliados objetivos reales. El actual statu quo cubano, soportando dramáticamente el embargo, radicalizándose con medidas coactivas despro-

porcionadas, alejándose de horizontes liberalizadores, coincide con otro temor americano: el miedo a una emigración masiva a Estados Unidos. A su vez, la política estadounidense de tensión y acoso, utilizando todos los medios, favorece objetivamente a Fidel: refuerza su legitimación interna independentista y de firmeza. A pesar del desgaste institucional y de la precariedad económica, la popularidad de Fidel, con algunas grietas, se mantiene.

Una transición hacia un régimen pluralista, en Cuba, para los norteamericanos tiene un riesgo ni asumido ni controlado. No hay garantías de que el cambio sea pacífico y que el nuevo protectorado vislumbrante se afirme: Cuba no es Irak. Algunos sectores disidentes del interior tienen parecida valoración: contra Fidel no hay transición, sin Fidel no hay pretransición. Con un dato adicional: los norteamericanos no aceptarían una transición con Fidel ni una salida a la chilena.

El actual statu quo, sin el levantamiento del embargo, hace avanzar el empobrecimiento del tejido social cubano y el esquema tensión/represión/continuismo queda asentado: ni recuperación económica, ni liberalización política. No sé, por ello, si esto, como resultado, facilitará la preparación de un escenario de futuro, aun excluyendo la opción del Eje del Mal: control económico exclusivo norteamericano, mediatización política o neoprotectorado, marginación europea y, en definitiva, la reconversión de Cuba, formal o informalmente, en una variante de Estado protegido. Si fuera así, a Estados Unidos, sin duda, no le interesa la transición, ni la liberalización, sino la sucesión y el desgaste continuo: ganar tiempo.

Por ello, esta situación se aproxima a la citada aporía de los antiguos: insoluble si se mantiene esta bipolaridad EE UU-Cuba. Washington y muchos sectores del exilio, no todos radicales, opinan que en las intenciones gubernamentales cubanas no está la evolución, sino perdurar, aunque desapareciese el embargo. La Habana, a su vez, considera que liberalizando se entraría en un proceso anarquizante y se impondría, aún más, la americanización / dolarización. Ambas posiciones, a la vez, son razonables e interesadas. Creo sinceramente que el fin del embargo no garantiza, de forma mecánica, una voluntad de apertura, pero creo también que ayudaría a que emergiese una nueva sociedad civil, centrada ahora sólo en "resolver" -como se dice en Cuba- la cotidianidad. La transición española, como la chilena, se debió en gran medida a que hubo un previo desenvolvimiento socioeconómico, eliminando la autarquía, a pesar de los propósitos no democráticos de sus protagonistas.

Si el planteamiento implícito de Estados Unidos no es la transición y sí la sucesión, la perspectiva europea tiende a dirigirse a ir facilitando gradualmente una pretransición negociada. Y, dentro de esta lógica pactista y reconciliadora, eliminar el embargo, presionar diplomáticamente y no excluir es el camino. Desde luego, los vientos multilaterales, hoy por hoy, mientras dure el unilateralismo de cruzada de la Administración de Bush, no son los más propicios, como tampoco una Unión Europea con discrepancias internas. Pero confiemos en que, en ambos casos, esta tendencia sea temporal.

España, en fin, como país europeo y sobre todo como país tan fuertemente vinculado a Cuba, podría haber jugado un papel mediador de primer orden en la estrategia para abrir caminos y salidas. Mediación con Europa, que se aceptaría, pero inaceptable como amigo complaciente de Estados Unidos. Camino ni fácil, ni rápido, ni con éxito garantizado: pero sí que, dada la personalidad y talante de Fidel Castro, su vinculación sentimental a España, su reconocimiento y simpatía al rey Juan Carlos (y Cuba forma parte de las naciones de nuestra comunidad histórica, de la que el Rey asume la "más alta representación del Estado", artículo 56 de la CE) y, de modo muy especial, por el realismo político de Fidel Castro, el esquema de la multilateralidad tendría más visos de ser operativo.

Lamentablemente para nosotros, el presidente Aznar ha introducido en la política exterior española un giro sorprendente y de ruptura desde la restauración democrática al identificarse meritoriamente con el proyecto global americano actual. En el caso cubano, esta posición, por innecesaria, nos desplaza inevitablemente de cualquier influencia en el presente y en el futuro de Cuba. Y esto es grave desde una perspectiva de Estado: confundir Estado, con líneas permanentes de actuación, y Gobierno, actitudes coyunturales partidistas, nos puede llevar a una jibarización, encubierta de ilusionismos, o a convertirnos en un simple apéndice instrumental, con gratificaciones simbólicas, del emergente ius imperii americano. Si no hay correcciones, y también desearía que las hubiese, Cuba podría ser para los españoles del siglo XXI poco más que un recuerdo histórico y un bolero (como Puerto Rico).

Raúl Morodo es ex embajador de España en la Unesco en París y en Lisboa y catedrático en la Universidad Complutense

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