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Los pactos del príncipe

Pasqual Maragall se ha pasado la campaña municipal copando titulares para sorpresa de los estrategas de su propio partido, que le habían planificado una campaña a medio gas, para no desgastarle ni tapar a los candidatos locales. Sus asesores se muestran perplejos y reconocen que hace un mes ninguno hubiese apostado por este escenario en el que, para bien o para mal, ha sido el referente mediático.

El candidato socialista a la presidencia de la Generalitat ha marcado los tiempos, ha lanzado los temas de debate y ha abierto las polémicas. Hasta Aznar le ha demonizado en sus mítines, mientras que Artur Mas intentaba desesperadamente entrarle al cuerpo a cuerpo, tapado por un Pujol incómodo que se debate entre recuperar la iniciativa o seguir soltando lastre. El líder del PSC ha entrado al trapo de la vertebración de España, del problema vasco, de la solvencia de la caja de la Administración catalana o de la integración de los primeros inmigrantes. Y cuando parecía que había agotado la capacidad de sorpresa, ha desconcertado a propios y a extraños abriendo la puerta a un futuro pacto con CiU. La propuesta incluye consensuar una nueva transición en Cataluña e insinúa -con cierta dosis de presunción- que los últimos 22 años de autogobierno no han valido para darla por acabada y que las reglas del juego ya no son las adecuadas. Por ello, viene a decir, es necesario transitar por una especie de periodo constituyente antes de llegar a unas elecciones con un nuevo y definitivo marco de juego: gobernemos juntos los dos últimos años de legislatura, construyamos ese terreno de juego, vayamos de nuevo a las urnas y a ver quién gana.

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Con el escenario que deriva de este análisis en mente y convencido de que en octubre la victoria no se le puede escapar, Maragall ha empezado a planificar lo que podrían ser cuatro años de legislatura bajo su presidencia. Tras la hipotética formación de un Gobierno de izquierdas para visualizar el cambio, ofrecería a todas las fuerzas catalanas un pacto sobre las leyes y las instituciones que regulan el juego político: el Estatut, la ley Electoral, las leyes territoriales, la Sindicatura de Comptes y los Medios de Comunicación públicos. En junio de 2004, con las generales acabaría el ciclo electoral que comenzó el domingo pasado y se entraría en un escenario político más estable. Un Gobierno en minoría del PP o una victoria socialista en toda España -con un pacto de Gobierno PSOE-nacionalistas- sería aprovechado por las fuerzas catalanas para presentarse en Madrid, ante las Cortes Generales y pedir la aprobación del nuevo Estatut. Pero llegado el momento, el apoyo convergente a este plan podría tener un precio: la entrada de consellers de la CiU pospujolista en el Gobierno de Maragall. De ahí la puerta que en la pasada campaña abrió a los pactos y que ha disparado tantas alarmas. Tal vez porque parece una puerta abierta a los hijos del régimen que, en caso de victoria socialista, quedarían huérfanos y en paro.

Los socialistas han perdido apoyo municipal, pero los convergentes lo han hecho estando ya tan bajos que Maragall comienza a parecer la última esperanza a la que puede aferrarse el régimen para seguir en el poder. Este régimen empezó a fraguarse con sus fracturas y sus equilibrios antes de las primeras elecciones democráticas, en plena transición, cuando algunos amigos se repartieron la militancia. "Yo, a Convergència Socialista -hoy PSC-, tú a Convergència Democràtica", decidieron algunos que hoy siguen tan amigos, cenando cada semana juntos, mientras a veces parece que instigan en los demás enfrentamientos irreconciliables. Durante algún tiempo casi nada se escapó del reparto: desde el último resorte de poder hasta la misma oposición todo parecía salido de los mismos cenáculos. Por eso, hablar de nuevo de pacto entre dos formaciones -PSC y CiU- que se han proclamado tan distantes podría avalar este compadreo y la teoría según la cual algunos sueñan con salvarse dejando simplemente que el partido-régimen cambie de manos.

Cataluña necesita mucho más. Ha llegado el momento de hacer un buen baldeo y desmontar tabúes; el tiempo de acabar con una Generalitat intervencionista en los medios de comunicación públicos, en los privados y en la sociedad civil. Tiempo de acabar con una Generalitat partidista que practica el amiguismo y el enchufismo y que quiere tutelar a la Administración. Tiempo de acabar con una Generalitat que impone silencios y dice lo que toca y lo que no toca: que dice que no se puede hablar francamente de la relación de Cataluña con España; que dice que no toca hacer una nueva ley electoral proporcional; que dice que no se puede hablar de ordenación racional y no partidista del territorio; que dice que no se puede hablar de la lengua o que no es prudente hablar de inmigración. Este decálogo no es propio, es de Pasqual Maragall en la campaña recién acabada.

Si es para aplicar estos principios, si se trata de dar un meneo a todo el sistema, lo siento, pero bienvenido sea el pacto. Porque Cataluña necesita el aire fresco que hemos sentido este invierno por las calles; necesita consensos amplios para defender los grandes temas, pero también abrirse con coraje a las diferencias y al debate de las ideas, incluso las más radicales.

Si, por el contrario, se trata del trapicheo, del partido transversal como sinónimo de cambiar para que nada cambie, entonces será mejor olvidarlo. A Maragall le disgusta recordar que en el Ayuntamiento de Barcelona algunos le llamaban el príncipe; pero debería sacarnos de dudas. Sobre todo si quiere que le llamen presidente.

Rafael Nadal es periodista.

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