Cuba: salida y voz
El hecho fundamental para tratar de entender algo de lo que ocurre en Cuba es que hay varios millones de cubanos que, ante la pervivencia de la dictadura, desean salir de la isla en cuanto puedan. Esta presión permanente ha provocado durante más de cuarenta años no sólo un flujo continuado de fugitivos hacia Estados Unidos y otros países, sino también diversos estallidos colectivos, especialmente en 1965 con la masiva salida de barcos del puerto de Camarioca, en 1980 con el éxodo desde el puerto de Mariel, y en 1994, cuando la llamada "crisis de los balseros", estuvo a punto de convertirse en una revuelta de protesta contra el régimen. En todas estas ocasiones, Fidel Castro se ha precipitado a facilitar las huidas, llamando a los cubanos exiliados en Florida a que fueran a buscar a los fugitivos en yates privados -eso sí, dirigiéndose a ellos como "la comunidad cubana de ultramar" o "los compatriotas en la emigración", en vez de usar el habitual calificativo de mafiosos- y colaborando con los gobiernos de turno de Estados Unidos para que las salidas fueran legales y ordenadas y evitaran los naufragios en alta mar y los disturbios en tierra.
De hecho, como se está poniendo de nuevo en evidencia, el régimen cubano tiene como una de sus prioridades facilitar que sus súbditos se escapen de la isla. Por supuesto, Castro preferiría la lealtad de los cubanos, pero ha entendido siempre muy bien que la salida es una válvula de escape del malestar social y una alternativa a las protestas. En Cuba resulta extremadamente apropiado el esquema de análisis que postula una relación inversa entre la "salida" y la "voz", ambas como alternativas a la "lealtad", según lo elaboró Albert Hirschman y él mismo ya lo aplicó al caso de Alemania oriental. En general, cuantos más salen, menos protestan; o, como dice Hirschman en términos económicos, "los que gobiernan el monopolio gandul (es decir, la dictadura ineficiente, en términos políticos), pueden tener un interés real en crear oportunidades limitadas de salida para aquellos cuya voz sería molesta". Si lo logran, el resultado es "la opresión de los débiles por los incompetentes", en palabras de Hirschman, es decir, la pervivencia de la dictadura con súbditos aparentemente leales o al menos silenciosos. Pero si se eleva el coste de la salida, sea a iniciativa bien de la dictadura incompetente, bien de la democracia receptora, entonces la frustración de la salida puede convertirse en voz. De hecho, así cayó, más o menos, el muro de Berlín.
Ahora, ante una reducción de la concesión de visados a cubanos para huir legalmente a Estados Unidos, Castro parece haber percibido que la balanza podría decantarse del lado de la "voz", es decir, del reforzamiento de las protestas y los movimientos de oposición que ya habían logrado una cierta coordinación en los últimos tiempos, y ha optado por una represión preventiva, un escarmiento brutal en forma de largas condenas de cárcel y fusilamientos. Los gobernantes cubanos temen que la restricción de visados estadounidenses "fuerce a la gente a echarse al mar", como ha declarado con toda franqueza el representante diplomático cubano en Washington, y, de nuevo, esta costosa y peligrosa vía de huida genere protestas contra el régimen.
Las tres sucesivas crisis de emigración antes mencionadas, desde los años sesenta, se produjeron con periodicidad cada vez más breve y combinando cada vez más estrechamente la salida con la voz. En cierto modo, la más reciente crisis de los balseros de 1994 ya contenía los elementos que ahora deben aparecer en la pesadilla de los gobernantes cubanos como un fantasma a punto de resucitar. En aquel episodio, la policía intervino contra los miles de personas que se habían concentrado en el Malecón de La Habana con la intención de salir en barco, lo cual generó enfrentamientos, manifestaciones con gritos de "Libertad" y "Abajo Fidel" y varios centenares de detenidos. La reacción, sin embargo, fue en aquella ocasión inmediata: la misma noche, Castro hizo un llamamiento por televisión al Gobierno de Estados Unidos para que abriera la frontera a los fugitivos, ordenó a la policía facilitar la salida del país e invitó a los exiliados en Miami a que regresaran con sus barcos. Fue en aquel momento cuando los jefes del Ejército cubano lanzaron una consigna tan sorprendente como reveladora: "Las Fuerzas Armadas Revolucionarias nunca actuarán contra el pueblo", una confesión, evidentemente, de que tal intervención habría sido considerada.
Tras la crisis de los balseros, el entonces presidente Clinton cooperó de nuevo con el enemigo, siguiendo la tradición de varios de sus predecesores demócratas, y, como ahora se ha recordado, pactó la concesión de veinte mil visados anuales para los potenciales emigrantes cubanos. Pero el actual equipo de la presidencia de George W. Bush no necesariamente comparte aquella tradición estratégica. Si las sospechas de Castro fueran acertadas, en los próximos tiempos deberíamos ver un incremento de las sanciones, como una reducción de los viajes o de los envíos de dinero a la isla, las cuales perjudicarían inmediatamente a los parientes de los exiliados. Las recientes restricciones a la salida, junto con un nuevo empeoramiento de las condiciones de supervivencia diaria, sin duda tenderían a aumentar el malestar social y la presión interna contra el régimen. Que ésta se convirtiera o no en nuevas protestas masivas dependería de la eficacia del escarmiento preventivo de Castro. Si fueran capaces de superar la coacción y el terror, es de temer que se desarrollarían de forma aún más agria que en ocasiones anteriores, hasta el punto, quizá, de hacer difícil a la policía y el Ejército cubanos el cumplimiento de su promesa abstencionista. Pero la perspectiva de conflicto es también probable aunque Castro se haya equivocado y no existan planes del Gobierno estadounidense para atacar militarmente la isla -lo cual es muy creíble por su actual envolvimiento en Oriente Próximo-. Basta con recordar que entre los exiliados cubanos en Florida hay personas, ardor y medios suficientes para tratar de aprovechar la oportunidad. Ahora la aventura podría ser incentivada por el descabezamiento de la oposición interna, que vuelve a dar voz al exilio, y la sensación de que el régimen de Castro está más aislado que nunca.
Una prospectiva alternativa, en la que se evitara el conflicto, debería implicar que el Gobierno de Bush reanudara rápidamente la emisión masiva de visados, arguyendo, por ejemplo, que la restricción de los pasados meses sólo se había debido a las generales precauciones antiterroristas, lo cual no parece extremadamente verosímil. Si a pesar de todo se concedieran otra vez miles de visados, la salida podría, de nuevo, aplacar la voz y evitar una grave crisis en la isla. Pero el coste de ello sería que Castro, con su advertencia represiva, podría haber conquistado cinco, siete, diez o quién sabe cuántos años más de supervivencia como dictador.
Josep M. Colomer es profesor de Investigación en Ciencia Política del CSIC.
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