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Reportaje:ELECCIONES 25M | La jornada electoral

Los valencianos buscan el 'centro'

El corazón de Valencia se llena de gente en un domingo con demasiado sol para quedarse y demasiado viento para irse

Miquel Alberola

Demasiado sol como para quedarse en la ciudad, pero demasiado viento para ir a la playa. Con esta contradicción por desayuno amaneció ayer Valencia, todavía con el eco de la deflagración perpleja del paquete bomba en unas oficinas de Correos. La Generalitat había decretado la preemergencia extraordinaria ante el riesgo de que el viento, enfriado por la bajada de temperaturas, avivara incendios forestales. Sin embargo, en el interior de los colegios electorales la gente sudaba, y muchos aprovechaban los sobres con las papeletas para abanicarse en la cola.

-¿Ves? Ningún voto es inútil- se consolaba en el colegio Hermes de Patraix una mujer de 77 años, mientras a sus pies dos niños en chancletas hacían ejercicios psicomotrices con sobres y papeletas.

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Algunos matrimonios de jubilados aprovechaban para votar antes de misa mayor, como si se tratase de un sacramento inexcusable, incluso indisociable de las comuniones que se celebraban en la iglesia del barrio. Ese sudor estanco se granizaba en la calle a la sombra y no presagiaba nada bueno, acaso insistiendo en una idiosincrasia meteorológica que, como las pastorales del arzobispo, siempre roza con la catástrofe. Había enjambres de moscas muy rabiosas en las aceras, excitadas por las tormentas que se perfilaban en el horizonte y el vapor de vinagreta que exhalaban los bares para consagrar la Laudable Sepia Dominical de la clase media. En las calles todavía quedaban cruces de mayo podridas y las pastelerías esforzaban su atractivo para recibir a su más selecta clientela a la salida de misa.

El candidato del PP, Francisco Camps, que a esas horas acaparaba las apuestas en la carrera, tomaba un refresco con su familia en la terraza de la chocolatería Valor, en la plaza de la Reina. En ese momento, ya había votado y se mostraba muy ilusionado, aunque su expresión en el fondo estaba trepanada por los dos impactos que el gordinfla Ronaldo le metió a Cañizares.

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El centro de la ciudad pertenecía a la gente. Los electores paseaban de forma masiva entre los tullidos y acordeonistas de la calle de la Barchilla, cuya música ahogaban las dulzainas exacerbadas de la plaza de la Virgen, que celebraban un festival de bailes, que no parecía interesar a nadie, mientras en la calle Navellos, frente a las Cortes Valencianas, una heladería expendía con mucho éxito cortes de tres gustos como en una parodia de Vizcaíno Casas. En la calle del Micalet, el top manta desafiaba a la SGAE y estrechaba el paso como si se tratara del Bósforo, para que la gente desembocara en cascada en L'Escuradeta, y la corriente la llevara hacia la plaza Redonda, hasta su útero de pájaros y alpiste o los brazos de los finos economistas de la calle del Trench.

El espíritu de la ciudad se condensaba en ese olor de cuero africano, periquito, incienso, horchata, pachuli y pólvora de traca, mientras los votos fluctuaban sobre los vahos de paella y los rebozados, que intensificaban su mostosidad en homenaje a la desaparecida Freiduría Duero, que fue considerada la catedral del colesterol. Valencia se aglutinaba en sí misma y se atrincheraba en su propia urna.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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