Obras públicas
Confieso que tengo el gusto de las obras. Que pertenezco a esa clase de personas que, a la menor oportunidad, se detienen en la calle para seguir un momento el trabajo de las grúas o de las grandes máquinas, el trajín de un andamio, el paso de un convoy especial; que contemplan con una mezcla de respeto, maravilla y asombro los logros de la ingeniería.
Empiezo por esa confesión como una manera de entrar en esta columna por una especie de vía de circunvalación. En primer lugar porque estamos votando, actividad ciudadana que tiene que dejar las calles principales de lo político completamente vacías, en suspenso, en silencio. Hasta mañana en que los resultados electorales nos vuelvan a meter en el ajo, por no decir en el hueso estruendoso de la vida pública.
Y en segundo lugar, porque las obras que dan título a estas líneas se refieren, en lo literal, al nuevo trazado de Etxegarate, que atravesé el otro día, camino de Vitoria. Lo decía al principio: una mezcla de respeto, asombro y maravilla. Con esa emoción iba conduciendo y borrando de mi cabeza años y años de malos recuerdos relacionados con el puerto: colas, sustos, búsqueda de itinerarios alternativos, arrepentimientos, impaciencia, riesgos; y sensación de estar perdiendo no sólo tiempo sino además espacio. Por eso ahora, con la nueva carretera, a la ganancia en velocidad, tranquilidad y seguridad, le añado la recuperación del paisaje perdido. El nuevo trazado de dos carriles en ambas direcciones permite conducir serenamente y disfrutar, así, de la belleza del entorno natural. El diseño me gusta también por eso, porque se extiende sin avasallar, sin estorbar del todo la lógica pacífica del medio ambiente. Porque discurre de un modo civilizado, combinando, en una proporción más que aceptable, las necesidades puntuales de la modernidad y los preceptos de esa forma de eternidad que es la Naturaleza.
Recojo ahora, en esta columna que quiere ser enfoque periférico del domingo electoral, algo que pensé aquel día, en ese primer viaje por Etxegarate. Que una obra pública como aquella tenía un gran valor de representación simbólica. Que el nuevo puerto -su diseño equilibrado, la solidez y la mezcla de los materiales que lo sustentan, su actitud respetuosa, civil, con el entorno (hasta en detalles como la hierba replantada; o la pintura azul de bordes y puentes que intenta restituir una parte del cielo que la construcción oculta), su doble carril para cada sentido, la serenidad que devuelve al tráfico- podía servir para ilustrar el futuro inmediato de Euskadi.
Ser su imagen, su revelado en positivo o en negativo. En el primer caso, como metáfora alentadora de nuestra capacidad de integrar corrientes y objetivos ideológicos plurales; de eliminar obstáculos para la comunicación, de construir vías anchas para la convivencia. En el segundo, como hiriente paradoja: una carretera flamante extendida sobre una realidad de caminos estrechos, de carriles únicos; de malos humos, peligros y atascos en la circulación de las ideas y de la democracia.
Aquel día de mi estreno en Etxegarate, yo me dirigía a Gasteiz para visitar en el Artium la obra abierta, plural, de Jorge Oteiza, Vicente Ameztoy y Joxerra Melguizo. De este último -que es mucho presente y será mucho futuro del arte vasco- posee el museo dos obras que les recomiendo. La instalación Sujeto y Predicado; y otra anterior, Paisaje que, por su vecindad con el sentido de esta columna, utilizo para concluirla. Pertenece a la serie Líneas de tierra y es un tríptico. Los cuerpos laterales representan un bosque envuelto en una fina capa de niebla; el cuerpo central lo ocupa una composición de cristales rotos, que interpreto hoy como un camino imposible entre los árboles. La antítesis misma de un puerto transitable. Ser autovía comunicante en la metáfora o paradoja de cristales sin paso. Esa va a ser la cuestión desde mañana mismo.
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