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Columna
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Las urnas

De Quiteria se habla mucho en el barrio de Santiago. Lástima que su vida sea más breve que su leyenda. Nace en la calle de Santa Clara, la bautizan en San Nicolás y juega al toro en la plaza de Ramales. Pero lo que más le divierte es asomarse a los portales abiertos, gritar "portera" y salir corriendo. Un día, un hombre frena la escapada de Quiteria, por su interés en retenerla se diría que es el dueño de la finca o el sereno de la manzana. "Ahora me las pagarás", la amenazan sus ojos. Ella, pobre palomita, se arrepiente de su audacia: cometió un pecado, ¿la castigarán con el infierno?

Por la calle de Bordadores el hombre arrastra a la infeliz, las amigas que participaban en el juego les siguen medrosas, ¿qué se propone ese tipo al atrapar a Quiteria, será médico o sacamantecas? Llega el hombre con su rehén a la calle del Arenal y penetra en el templo de San Ginés por el jardincillo de acceso, ¿será sacerdote o cofrade del Santísimo? En la pavorosa oscuridad del espacio sagrado, Quiteria se nota libre de repente, el que apresaba su mano se esfumó. Mira a su espalda y tampoco están sus compañeras. ¿Alguien entiende qué suceso es éste, la habrá traído a este lugar un enviado celestial, el mismo ángel de la guarda?

¿Y por qué a esta parroquia? Quiteria es presumida, repipi y un tanto bruja, su madre la educó en el santo temor de Dios y en los mandamientos de la doctrina. En la calle donde nació y vive Quiteria -ya por poco tiempo, qué dolor-, además del Colegio de Farmacéuticos y de la casa donde se matará Larra -¿a qué viene tanta erudición?- se alza el Monasterio de la Visitación de Nuestra Señora de Monjas Franciscanas. ¿Qué sucede en él? Pues mucho y bueno, habrá que añadir, porque en el recinto de clausura hay un Cristo que está en boca de todos, porque se enfada si una postulanta abandona el claustro y suda en abundancia cuando alguna de las hermanas agoniza...

Quiteria fue ofrecida a ese Cristo, y en San Ginés le cobrarán la promesa. Quiteria camina por la nave y una fuerza invisible la sitúa frente a una capilla lateral, apenas iluminada por la lamparita del Sagrario. Quiteria se aferra a la verja para calar en la penumbra y por su insistencia se le proyecta una imagen que más parece fruto de su fantasía que de su perspicacia: en los bajos del altar, encerrado en un rectángulo de cristal, hay un caimán disecado.

¿Un caimán en una iglesia? Un espantoso trueno, seguido de aguacero formidable, asusta a la niña. San Ginés, ha escrito Carlos Pujol, es el santo teatral por excelencia, ¿cómo no va a prestar su sede para operaciones barrocas? Quiteria se marea, cae al suelo y observa que el caimán se despereza, sale de la urna, avanza hacia ella y con suavidad la transporta adonde él estuvo. Nuevo trueno horrible, nueva conmoción de Quiteria, ya dentro de la urna. La madre se lanza a la calle a buscarla y, guiada por una premonición tan firme como la mano del hombre que raptó a su hija, entra en San Ginés, se dirige ciegamente a la primera capilla de la derecha y ahí encuentra a Quiteria muerta de un mal rarísimo que le deja la piel como un lagarto.

Virgen aún y el Señor la reclama a su gloria -¿habrá quien se lo reproche?-. Un millón de rosarios completos y otro de misas ante el Cristo de las Monjas ruegan el ascenso de Quiteria al cielo. Un coro de hospicianos la traslada al cementerio de San Isidro en la urna que compartió con el reptil de San Ginés y algo sobrenatural ocurre en el trayecto fúnebre porque, cuando bajan la urna a la fosa en medio de una borrasca indescriptible, un monaguillo denuncia que no es Quiteria la enterrada, sino un cocodrilo de los que navegan por el Manzanares -no se repetirán esos extraordinarios.

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Los cantamañanas del orbe culto se preguntan al analizar el fenómeno: "¿Por qué en ese ataúd de cristal se cobijó un caimán, después una niña y luego, otra vez, el caimán?". "Dios lo quiere", replica uno. "Lo manda el pueblo", corrige otro; y su mujer le riñe: "Tú te abstienes". El mayor sabio de Alepo, Reveriano Mamadito, indica al respecto: "Se alteró el contenido, no el envase". Según el pensamiento mágico, San Ginés es el responsable de la mixtificación, pero la Ilustración defiende la clarividencia de la urna para conocer las modificaciones que se producen en su interior. Y con estos antecedentes, ¿sabían?, arranca el mecanismo de la democracia.

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