Batallitas
Aunque no soy ninguna autoridad en la materia, me piden que escriba sobre mi experiencia como votante. Lo primero: los partidos a los que voté nunca ganaron. Tuve, eso sí, el privilegio de votar a mi padre en dos ocasiones (1979 y 1982). Los hijos de candidatos estamos sometidos a menos dudas que el resto de los mortales. Con que tu progenitor sea una persona decente, ya merece la pena apostar por él, sobre todo si la opción que defiende no es peor que las demás. Si, por el contrario, tu padre es un malvado que representa intereses feudales, siempre puedes repudiarlo con la excusa de que, para crecer como individuo, necesitas matarlo en el sentido psicoideológico del término. Durante un tiempo, pues, la presencia de mi padre en las listas me facilitó el hamletiano monólogo electoral que todos llevamos dentro, aunque también me mosqueó verle correr arriba y abajo del carrusel político, abducido por un frenesí mediático que ya por aquel entonces insinuaba los niveles de irracionalidad y estupidez que, con el tiempo, se han alcanzado. Luego, como suele ocurrir en los mejores culebrones, surgieron los problemas.
En las elecciones en las que no se presentaba él, me quedaba la opción de votar a sus amigos, pero sus amigos no siempre me caían bien. Así que, o hacía de tripas corazón o empezaba a pensar seriamente en independizarme electoralmente. Pasaron los años (plano de hojas de calendario volando sobre un fondo de imágenes de documental: golpes de Estado, manifestaciones, muros que caen, balseros, la mancha de la calva de Gorbachov convirtiéndose en un charco de petróleo sobre el que flota un barquito de papel hecho con un billete de dólar que se mete en el tanga de una bailarina de strip-tease sin papeles y de origen kosovar). El partido por el que se presentaba mi padre fue de mal en peor y se enfrascó en un proceso autodestructivo del que ni sus actores ni sus seguidores se han repuesto todavía. Como muchos, perdí las referencias y, enarbolando la bandera de una madurez posmoderna, empecé a traicionar a mi padre. Continué, eso sí, votando a opciones minoritarias, casi siempre de izquierdas. Digo casi porque, con motivo de unas elecciones al Parlamento Europeo, voté a José María Ruiz Mateos.
Fue en aquellos comicios en los que el expropiado empresario buscó en la política una inmunidad para defenderse de lo que, según él, constituía un atropello. No lo voté por eso, sino porque la burocracia europea me olía a megatimo y creí que la extravagancia de Ruiz Mateos representaría perfectamente la desconfianza que me producía aquel europeísmo compulsivo. Ruiz Mateos acabó en la cárcel, aunque siglos más tarde los tribunales le dieron parte de razón. Por si acaso, volví a votar de un modo convencional, cada vez más molesto con la izquierda (supongo que era una excusa para no admitir que me estaba volviendo asquerosamente socialdemócrata y burgués). De reojo, veía como mi padre seguía donde siempre, inasequible al desaliento producido por los vaivenes históricos, los avances del liberalismo capitalista y la general confusión ideológica y me preguntaba: ¿por qué demonios no podré yo tenerlo tan claro como él?
Hoy, cuando me prepare para ir a votar, sé que echaré de menos los tiempos en los que podía votar a mi padre. Y sé que recordaré a gente que voté muy a gusto y que abandonaron la política. A Josep Miquel Abad, por ejemplo, que fue un excelente candidato del PSUC y que luego protagonizó fiebres olímpicas, crecimientos de grandes almacenes y que en la actualidad dirige, creo, un gran grupo editorial. La tentación de votar a candidatos extravagantes me asalta de vez en cuando, pero sé que es tirar el voto. Puestos a no sentirme representado, pues, es probable que acabe votando en blanco. Y no por esnobismo, sino porque, ante la duda, prefiero practicar el derecho a voto con ilusión sin tener que arrepentirme de sus consecuencias. Votar en blanco es muy cómodo, dicen algunos. Pero a mí me parece más cómodo votar en quien no crees o no votar. En estos días, viendo a los candidatos, a veces me parecían los miembros de una misma familia numerosa que sólo se reúne por Navidad. Está el hermano mayor Trias, responsable, discreto, hábil a la hora de apagar un incendio con socarronería. Está Clos, enérgico, en perpetuo movimiento, siempre enfrascado en grandes propuestas que acaban implicando a todos los demás. Está Mayol, especialista en señalar las contradicciones de los demás, quisquillosa y tenaz, con un montón de obviedades y semillas de plantas en los bolsillos. Está Fernández Díaz, hermano pequeño, como Portabella, los dos eternos enemigos, Zipi y Zape, siempre a la greña, que si separatista tú, que si españolista tú. Vote a quien a vote, pues, volveré a perder. Es una de las grandezas de poder elegir.
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