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Columna
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La tercera vía

La censura empieza por el cuarto de baño de tu casa. Instalas puerta y cerrojo, en lugar de dejarlo abierto. Ésa es la primera señal de que los censores están en tu propia cabeza. Una mañana al levantarte, sin poder soportar la situación por más tiempo, decides engañar a tu autocensura, y optas por la tercera vía. Esto es, caes en un conflicto contigo mismo y no puedes evitar protestar, pero con disimulo. Te dices a ti mismo que jamás cerrarás el cerrojo del baño para burlarte del stablishment. Y que la puerta siempre permanecerá abierta. No obstante, los censores están ahí, agazapados en tus neuronas, corriendo por tu sangre desde hace siglos. Alguien podría verte. A tu madre no le gustaría.

Cuando bajas en el ascensor después de desayunar, éste se para en un piso inferior y entra una vecina demasiado perfumada. Ella te saluda muy amable y te comenta que hoy hace un día estupendo. En realidad, te gustaría aconsejarle que se ponga menos perfume, pero no lo haces. Simplemente te limitas a afirmar que el servicio meteorológico ha anunciado para hoy tormentas y grandes lluvias. Has optado por la tercera vía. Te has convertido en un cazador perifrástico. En realidad, lo que tú querías decir era: "Oiga, señora, póngase menos perfume", exhortación que ha sido camuflada entre nubes borrascosas. Seguramente, la señora nunca sabrá del todo lo que ha pasado. Y tú tal vez tampoco, ya que te has engañado incluso a ti mismo.

Sales a la calle y, en efecto, hace un día estupendo. Decides no ir a trabajar. Es un pensamiento que pasa fugaz por tu mente. Recuerdas cuando de crío hacías novillos. Pero, al fin y al cabo, te dices a ti mismo que no puedes faltar, o acaso te lo dicen tus censores. Cuando más cerca está la autocensura de convertirse en puro sentido de la responsabilidad, la engañas tomándote un café furtivo en horas de trabajo. Y te preguntas si esa es la famosa tercera vía, o solamente un cortado de cafetera. Decides que, precisamente porque curras mucho, tienes que cuidarte, y te permites el lujo de fumar un cigarrillo mientras hojeas el periódico.

Ha sido un duro día de trabajo. A la hora de cenar sientes que tu autocensura, o la censura que funciona independientemente de ti en tu propia cabeza, se convierte en auténtica represión. Ante la inminencia del verano has decidido adelgazar unos kilos y estás siguiendo un régimen. De hecho, en el trabajo, los censores sólo te han permitido comer un sándwich. Ya no distingues entre responsabilidad o masoquismo, pero lo llamas sacrificio. Después de cenar una triste ensalada y una barrita de cereales, decides optar por la tercera vía: te fríes directamente unos huevos fritos con chorizo. Comprendes entonces que la autocensura no es infalible.

Cuando te dispones a apagar la luz después de leer un rato, te asalta la última duda. ¿Llegará la censura a tus sueños? Tal vez aquellos pedazos de sueño que olvidaste hayan sido censurados. Tal vez las tijeras de tu propia mente hayan seleccionado solamente lo que estabas preparado para recordar.

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