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Columna
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Vendedores

La da buscar clientes es una vieja práctica ejercida no sólo por las trabajadoras del amor. En el fondo, el que se capte a la clientela balanceando un bolso junto al quicio de la macebía (ahora les llaman clubes) o enfundado en un traje de alpaca y con un maletín de Cerrutti colgado de una mano es cuestión de detalle. El caso es seducir para vender, mostrando las excelencias del producto o practicando el dumping. Vender no es nada fácil, y aunque el refrán nos diga que el buen paño en el arca se vende, ninguna empresa ignora que un buen vendedor no tiene precio.

Ahora les toca el turno a los políticos. Es tiempo -como nadie que no sea sordo ignora- de campaña. Los políticos deben convertirse en vendedores de un producto a menudo volátil e improbable. Se produce un fenómeno curioso a lo largo de estos días intensos de campaña. En una especie de transubstanciación intelectual, los adalides del más feroz realismo se convierten en fervorosos idealistas. Los mismos cargos públicos (hoy flamantes candidatos sin memoria) que hasta ayer invocaban al realismo y a las matemáticas para justificar determinadas políticas cicateras, ahora nos atosigan en sus mítines con su idealismo. Lo que hasta hace semanas era mera utopía, cuando no demagogia pura y dura, se ha convertido es posibilidad real y hasta en imperativo ético. No conviene soñar, nos decía el baranda de turno hace apenas un año, y ahora lo que nos vende es un delirio tridimensional, una de esas películas que hay que ver con gafas especiales para no marearse y caer redondo al suelo.

Parece que la ilusión es lo que vende, igual que en el anuncio del cupón de la ONCE. Es natural que nadie nos prometa sangre, sudor y lágrimas, pero comienza a resultar ofensivo que las promesas más disparatadas y evidentemente falsas informen cada campaña electoral con rutina insultante. Con los candidatos convertidos en vendedores, la política se parodia estos días a sí misma.

Dicen los estudiosos de este asunto que, a la postre, las campañas electorales influyen escasamente en nuestro voto. Son pocos los electores convencidos por un folleto, una cuña de radio, un anuncio de televisión o una de esas horribles musiquillas (¿cuándo las prohibirán por insalubres) que escupen los megáfonos rodantes. Pero además de sucias y ruidosas, las campañas son caras. ¿Quién paga todo esto?, se preguntaba Josep Pla en Nueva York observando los neones nocturnos. ¿Quién paga las campañas? Sería saludable que la fanfarria electoral se redujese al mínimo (más de lo que ya lo ha hecho). Nos ahorraríamos varias humillaciones: las de los candidatos obligados a besar niños y a lanzar soflamas que ni ellos mismos creen y las de los ciudadanos tratados como oligofrénicos.

Lo importante es el voto y no el teatro previo. En los países democráticos más avanzados el que paga (el que vota) es el que manda. En nuestro país, en cambio, muchos piensan aún que el que manda es el que nunca paga (el que va por la vida de todo gratis). Son cosas de la cultura democrática (o de la falta de ella). Con el rito del voto se ha hecho mucho lirismo democrático. Pero la democracia, a pesar de Walt Whitman, es sobre todo prosa.

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