Viva el osobucco
El diario As reproducía el martes una estupenda apología del catenaccio que el teórico Mario Sconcerti había firmado horas antes en La Gazzetta dello Sport. En vista de la excelente prestación de los equipos italianos en Europa, tal publicación es particularmente oportuna. Revela al mundo la enjundia metafísica de un estilo que el país de Leonardo, la cuna del diseño, ha incorporado al fútbol por efecto de una misteriosa inversión estética. Se trata de una fórmula que, digámoslo ya, no permite transformar el plomo en oro, sino convertir al príncipe en rana.
Para Sconcerti, el catenaccio supone una elaborada alternativa a escuelas de dudosa factura. Corrige el empecinamiento ofensivo de los ingleses, un atavismo cavernario, y enmienda la supuesta brillantez del fútbol español, irremediablemente perdido en esa forma de frivolidad mediterránea que hemos dado en llamar juego elaborado.
Según el autor, el cerrojo italiano es la sublimación estratégica de un principio: al retroceder, el equipo crea espacios para el contraataque. Esta impecable filosofía no resuelve una duda capital: ¿qué sucede cuando ambos contendientes deciden retroceder? Al margen de esa laguna, la teoría tiene el mismo fondo pacificador que el conocido proverbio italiano Soldado que huye sirve para otra guerra, y de ser asimilada por los espíritus belicosos acabaría para siempre con los conflictos armados. Pensemos por un momento en dos ejércitos que se despliegan en la línea del frente a la espera de la orden de ataque y que, en vez de darla, los capitanes piden toque de retirada bajo pretexto de buscar espacios para el contraataque. Está claro que, en dicha hipótesis, ambos bandos tendrían dos únicas opciones: utilizar el arma arrojadiza, es decir el pase largo, o proponer un armisticio.
Además, esta devoción por la marcha atrás tiene otro componente creativo: garantiza la variedad del fútbol internacional. En vez de criticar tanto, comprendamos a esos leales tifosi capaces de aguantar el petardeo hasta que el Inzaghi de turno decide contar su chiste y hagamos una sola observación a los cerrajeros del calcio: para aplicar la fórmula no necesitan estilistas como Mendieta, Laudrup o Zola. Se bastarían con virtuosos del pepinazo como Gatusso y Giuliano o, cómo no, con intelectuales del músculo como el inefable Materazzi, el hombre que estuvo a punto de convertir a Shevchenko en la versión atlética de Farinelli, il Castrato, de un solo rodillazo en los menudillos.
Si la final italiana de la Liga de Campeones nos anuncia un año de chirrido y fanfarria, llevémoslo con dignidad. Pero no olvidemos en nuestra propia cancha que, sin perjuicio de su componente mercantil, el fútbol es una excusa para la fiesta, no un áspero y grasiento producto de factoría.
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