Antonio Díaz-Miguel, todo un personaje
Efemérides de número redondo y distancia suficiente para revisitar la figura de un personaje imprescindible, uno de los grandes protagonistas de la historia del baloncesto español
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Se cumplen 25 años del fallecimiento de Antonio Díaz-Miguel, seleccionador desde 1965 a 1992, todo un récord mundial de permanencia. Efemérides de número redondo y distancia suficiente para revisitar la figura de un personaje imprescindible, uno de los grandes protagonistas de la historia del baloncesto español. Antonio era una mezcla de unos cuantos antonios a la vez. Apasionado, innovador, pionero, singular, contradictorio, ambicioso, impredecible o complaciente son unos cuantos de los adjetivos que podrían encajar en su expansiva personalidad. Unos hacían amarle y defenderle. Otros ponían de los nervios e invitaban a la crítica.
Pero por encima de todo fue un hombre excesivo. Excesivo en su amor por el baloncesto, incluso cuando el baloncesto le mostró su peor cara en sus últimos años. Su máxima pasión era entrenar, dirigir, viajar, hablar con la prensa, todo lo que conlleva ser entrenador, de ahí que se agarrase al cargo más tiempo de lo deseable. Excesivo en su deseo de mejorar e innovar, que le llevaba año tras año a recorrer EE UU para visitar a amigos tipo Lou Carneseca, Dean Smith o Bobby Knight para traerse ideas o conceptos desconocidos por estos lares. Aunque alguno fuese de Perogrullo, su origen los convertía en reglas de oro. Afortunadamente excesivo en su convencimiento de que aquella selección de primeros de los ochenta podía ganar a cualquiera, fuesen estadounidenses, soviéticos, yugoslavos o italianos, conclusión a la que llegó incluso antes que nosotros los jugadores. Excesivo en su ansia de controlar y enterarse de todo, hasta meterse sin avisar en espacios que debía haber dejado exclusivamente a los jugadores. Excesivo en sus interminables charlas antes de los partidos, o en su lenguaje corporal en el banquillo, donde siempre vivía al borde de un ataque de nervios. Excesivo en recordar una y otra vez que no se llamase selección, sino equipo nacional, que parece lo mismo, pero no lo es.
Estos excesos encajan perfectamente con los vaivenes que la vida le deparó. Desde la irrelevancia pública en la que se encontraba el baloncesto cuando se convirtió en seleccionador, alcanzó status de héroe nacional con la medalla de plata de Los Ángeles 84. Su carrera tocó techo después de tantos años buscando la gloria, pero algo cambió con aquel exitazo. Antonio se volvió más temeroso. A pesar de que la media de edad del equipo medallista rondaba los 25 años, las decepciones hicieron acto de presencia y Antonio iba perdiendo su encanto en cada revés hasta pasar de solución a problema. Su empecinamiento en mantenerse al frente de la selección cuando todos los indicios señalaban que era hora de marcharse le convirtieron en un pim pam fuego de medios de comunicación y afición en general. Incluso después del Angolazo en Barcelona 92, declaró sentirse con fuerzas para seguir, lo que indica la pérdida de contacto con la realidad que sufría en aquellos momentos. Todo ello conformó una despedida demasiado amarga para tamaño protagonista, merecedor de pasar a la historia por su contribución que por un final mal entendido.
El presente siempre es consecuencia de determinados procesos. En los últimos años, España ha sido campeona del mundo dos veces, ha ganado medallas olímpicas y europeas y nuestros jugadores más relevantes han jugado e incluso ganado la NBA. Todo esto era impensable cuando Antonio peleaba porque nuestro baloncesto se hiciese mayor y mejor. Lo consiguió y bajo su batuta se pusieron las primeras piedras de un camino que unos años más tarde nos llevó a la felicidad completa. No deberíamos olvidarlo.
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