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ELECCIONES 25M | El análisis
Columna
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Defendiendo la autonomía

Siempre me he fiado de las impresiones de mi memoria y, quizás en aras de la frescura, nunca he solido recurrir a archivos o estadísticas para apoyar mis opiniones. En un reciente artículo, La alternancia problemática, José María Ruiz Soroa se hacía eco de una pregunta formulada por mí en una de mis columnas y le daba una respuesta discutible, aunque no desdeñable. Suelo leer con gran interés, y en ocasiones con pleno acuerdo, los artículos de Ruiz Soroa y este último suyo, al margen de su interés, ha despertado en mí el gusanillo de pretender buscar en el laberinto de las cifras alguna explicación a lo que nos ocurre.

Los resultados de las últimas elecciones autonómicas me resultaron inesperados y me pareció que rompían un cliché bien asentado entre nosotros: la radicalización le supondría un coste electoral al nacionalismo democrático. También yo estaba convencido de ello, de ahí mi sorpresa ante los resultados. De ahí también la oportunidad de mi pregunta sobre los motivos por los que, tomen el rumbo que tomen, a los nacionalistas les vayan tan bien las cosas.

La vía emprendida es la del enfrentamiento de propuestas antagónicas, que sólo se puede resolver electoralmente.
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Cuando formulé mi pregunta, lo hice pensando en los resultados del nacionalismo democrático, no del bloque nacionalista en su conjunto, y lo hice con la convicción de que el PNV había obtenido sus mejores resultados en las elecciones autonómicas de 1984, las previas a su escisión -casi medio millón de votos- y que estos últimos los mejoraban sensiblemente. Los resultados me parecían aún más sorprendentes porque estaba igualmente convencido de que desde el 84 los nacionalistas -la suma de PNV y EA- habían ido perdiendo votos, declive que remontaban ahora en su momento de mayor radicalización. En su artículo, José María Ruiz Soroa ofrecía una serie de datos que relativizaban la magnitud de este último triunfo, y sólo por casualidad, y quizá por cabezonería, pero en ningún caso por afán de polemizar, me dediqué artesanalmente, con papel y bolígrafo, a hacer números. Y he aquí los resultados de la aventura.

Por razones de claridad, y sobre todo de actualidad, redefiní los bloques nacionalista y no nacionalista, dejando a un lado los partidos que califiqué, quizá impropiamente, de fronterizos, es decir, Euskadiko Ezkerra e Izquierda Unida. Mi opción es discutible, pero considero que la inclusión de esos partidos en los análisis comparativos entre bloques distorsiona los resultados e impide ver la progresión real de la relación entre éstos. Tomada esa licencia, resulta sorprendente la regularidad del voto nacionalista y se pueden extraer conclusiones interesantes. Una de ellas es que el bloque nacionalista (PNV, EA, HB) alcanzó sus mejores resultados en las elecciones autonómicas de 1986, un resultado -39,6% de votos sobre el censo- que es sin embargo inferior al logrado en las últimas autonómicas de 2001 -41,2% sobre el censo-. Fue también en 1986, es decir, después de la escisión y no justo antes como yo creía, cuando el nacionalismo democrático logró sus mejores resultados -452.383 votos, frente a los 451.178 de dos años antes-, cifras que sólo las superó en las autonómicas de 1998, en pleno proceso de Lizarra.

A partir del año 86 se produce un cierto declive tanto en el bloque nacionalista en su conjunto, como en la suma de PNV y EA -aunque éstos nunca bajaron de los 400.000 votos, salvo en las generales del 89-, declive que comenzará a ser remontado a partir de las autonómicas del 98. Curiosamente, el declive coincide con el periodo de los gobiernos de coalición, la época de mayor moderación del PNV, y alcanza también a su socio de gobierno, el PSE, así como, y de forma mucho más acentuada, al nacionalismo radical de HB -12,04% en el 86 y 8,72% en el 96-, sin que se vislumbre tampoco un despegue del Partido Popular hasta las elecciones generales del 96, en las que este partido rebasa por primera vez los 200.000 votos. Son años de bonanza, de estabilidad institucional, de relativo aburrimiento para nuestros parámetros, pero en los que el nacionalismo institucional empieza a verle las orejas al lobo. Su lento, mas progresivo, declive -el bloque nacionalista toca su fondo del 32,3% en las generales del 96- lo amenaza con la pérdida de su hegemonía en una situación de normalización política, de donde surge su necesidad de modificar el marco jurídico-político para conservar aquélla.

En cuanto al bloque no nacionalista -PP, PSE y UA-, sus resultados de conjunto siempre fueron mediocres en las elecciones autonómicas -en torno al 20% sobre el censo-, hasta las autonómicas del 98 -26,9%-. Excepción hecha de las generales del 82 -33,1% sobre el censo-, sus mejores resultados los alcanzan en las generales de 2000 -32,6%-, atípicas dada la incomparecencia de HB. Esos resultados pueden, sin embargo, marcar su techo actual, pues en las autonómicas de 2001 bajan en términos porcentuales y absolutos -31,9% sobre el censo y 9.690 votos menos-, a pesar del incremento de participación en 275.000 votantes respecto a las anteriores, incremento del que no parece que se beneficien en absoluto. Quedan a escasos 25.000 votos de PNV y EA, resultado que se ha esgrimido para suavizar la derrota. Pero al hacerlo se ha solido ignorar que en las autonómicas del 98 sacaron 8.576 votos más que PNV y EA.

La brecha abierta el año 97 entre nacionalistas y no nacionalistas dentro de lo que fue el bloque democrático ha ido adquiriendo tintes agónicos, y no parece que vaya a cerrarse con el arreglo, un acuerdo entre partes sobre el desarrollo autonómico que conllevara alguna forma de gobierno de concentración o un consenso parlamentario férreo en algunas materias. La vía emprendida, y me temo que irreversible, es la del enfrentamiento de propuestas antagónicas, enfrentamiento que sólo se puede resolver electoralmente, salvo que se opte por otro tipo de soluciones. A la vista de los resultados electorales expuestos, y dada la constancia del voto nacionalista incluso en los momentos de radicalización, al bloque no nacionalista sólo le queda incentivar su voto y esperar a un pinchazo del adversario; o bien perseverar mediante una estrategia de asaltos parciales, que tienen el factor tiempo en su contra; o bien recurrir a una ingeniería política de resultados inciertos. En este sentido, la ilegalización de Batasuna, además de otros objetivos encomiables, tiene también ese propósito: el achique del bloque nacionalista, reducido ahora electoralmente a PNV y EA; achique que puede causar su derrota, o invalidar sus proyectos en función de derrotas parciales pero determinantes.

Las próximas elecciones son decisivas para conocer el éxito o el fracaso de esta estrategia. Se trata, insisto, de ganar o perder y, al margen de que haya podido o no haber acuerdos de trastienda, considero que el último comunicado de ETA supone una invitación al voto nacionalista con el señuelo de que el referéndum pueda solucionar las cosas. Un éxito electoral de los no nacionalistas -triunfo en Álava, en las capitales vascas, en los núcleos urbanos importantes- bloquearía casi con toda seguridad el proyecto de Ibarretxe y obligaría a aquéllos a elaborar un programa alternativo. El triunfo nacionalista, por el contrario, abriría un escenario imprevisible ante el que es de temer que el bloque no nacionalista, cuya estrategia de oposición ha sido más formal que sustancial, se hallara además sin respuesta. Sólo le quedaría recurrir al aparato del Estado para contrarrestar la avalancha que se nos vendría encima. O bien, cambiar de rumbo y tratar de alcanzar acuerdos ajustados al marco que ha de servirles de referente: el de la Constitución.

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