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Al otro lado del Imperio

Antonio Elorza

Hegel lo hizo notar sirviéndose de una hermosa metáfora: sólo al atardecer emprende su vuelo el búho de Minerva. Únicamente cuando un proceso histórico toca a su fin resulta posible abordar la comprensión de su significado. La advertencia es válida asimismo tratándose de episodios de alcance más reducido, y de manera específica conviene a la crisis que ha desembocado en la ocupación americana de Irak. Sólo al consumarse la victoria de las tropas de Bush y cobrar forma sus designios respecto de la posguerra, nos encontramos en condiciones de entender la naturaleza de la intervención y lo que la misma representa en el plano de las relaciones internacionales.

De entrada, el comportamiento de los Estados Unidos tras la conquista de Bagdad pone al descubierto la falacia de las razones esgrimidas en los meses previos a la invasión, algo ya previsible dada la debilidad de los argumentos y supuestas pruebas exhibidas por Colin Powell en su penoso alegato fiscal ante el Consejo de Seguridad de la ONU. Nadie se acuerda hoy de las famosas armas de destrucción masiva que hacían de Irak una amenaza para Oriente Medio, e incluso para la seguridad de todo Occidente si Sadam Husein las ponía en manos de Bin Laden. El Ejército iraquí fue aplastado con toda facilidad y el desenlace hubiera sido sin duda mucho más rápido de arriesgar un punto más el general Franks la seguridad de sus hombres. Comparativamente, ha sido mucho más peligroso en esta guerra ser periodista que soldado norteamericano, a pesar de todas las restricciones impuestas a los informadores para que dieran cuenta del curso real de los acontecimientos. Así que las piezas justificativas de la invasión parecen haber sido un montaje bastante burdo, cuyo único aval ante la opinión pública mundial fue la impagable colaboración del fanfarrón dictador iraquí, empeñado en confirmar la veracidad de las acusaciones al obstaculizar la acción de los inspectores de la ONU. Las razones para haber desencadenado esta guerra son otras, y por lo que estamos viendo, de repercusiones potencialmente más graves que las sugeridas inicialmente en torno a la prepotencia de Bush, el sentimiento de inseguridad norteamericano después del 11-S o la pretensión de hacerse con uno de las grandes reservas de petróleo en el planeta. Estos tres factores no son desdeñables, pero todo indica que han de integrarse en una explicación de mayor calado.

La hipótesis más plausible es que George W. Bush y sus halcones están sirviéndose de ese aparente complejo de inseguridad surgido de los atentados de Manhattan para imponer una lógica imperial acorde con la posición de privilegio otorgada a los Estados Unidos por el desplome de la URSS. Desde este punto de vista, el 11-S deja de ser el origen de un llamamiento a la solidaridad internacional para convertirse en la coartada de un proceso expansivo. Más aún, representa la razón suprema que impone a todos los aliados occidentales los deberes de obediencia y lealtad a las directrices emanadas de la Gran Víctima (que reúne la condición de ser al mismo tiempo el Gran Poder). Tuve ocasión de escuchárselo hace unas semanas a uno de los más destacados voceros de esa exigencia, Michael Ledeen, un hombre del mismo American Enterprise Institute a que pertenece Richard Perle, y como él veterano colaborador de Reagan y experto en la lucha subterránea por anteponer los intereses norteamericanos en nombre de su democracia a toda consideración democrática pluralista. Desde su perspectiva, a partir del 11-S, el simple intento de condicionar desde el exterior la política de fuerza norteamericana, legitimada por la invocación sagrada del antiterrorismo, constituye una traición imperdonable. No estamos ante la exigencia de colaborar, sino frente a la obligación de obedecer. De ahí que al obstaculizar la política de Washington, la ONU quede inmediatamente desahuciada y Francia convertida en un adversario siniestro a quien es preciso castigar y anular para ejemplo de todos en la escena internacional. Hasta los muertos americanos en la contienda habrían sido culpa suya: Delenda est Lutetia! Una vez lograda la victoria sobre Irak, calificada por Perle como la más importante de Estados Unidos desde 1945, su colega Ledeen propone llevar hasta el final la lucha contra los bastiones del terrorismo en la región, derribando los regímenes de Irán y de Siria (primero, eso sí, por medios políticos). No importa que para sostener la argumentación haya que insistir en la inexistente vinculación entre Sadam Husein y Al Qaeda. La política de nudo poder, cuando corre a cargo de Washington, es en sí misma garantía suprema de racionalidad.

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¿Con qué objetivos y por qué medios a medio y a largo plazo? Alguna luz puede venir de los análisis y modelos establecidos por asesores del Pentágono durante la era Reagan. Uno de ellos, Edward N. Luttwak, elaboró entonces una imaginativa proyección de lo que pudiera ser, para un Imperio que ejerciera el poder mundial en régimen de monopolio parcial, un modelo de seguridad orientado a reducir riesgos y costes por medio de una política de disuasión. Entonces la hipótesis carecía de sentido, dado que existía el enemigo comunista, pero pasó a tenerlo cuando los Estados Unidos quedaron como única gran potencia a escala mundial, sometidos, eso sí, a tensiones y amenazas periféricas, singularmente en Oriente Medio. Una solución práctica venía dada por el ejemplo de la estrategia imperial romana a partir de Augusto. No se trataba de mantener una ocupación territorial, sino de establecer una hegemonía asumida tanto por aliados como por eventuales adversarios, y para conseguir esta meta lo esencial era conjugar las intervenciones militares puntuales, de forma implacable en la resolución de los conflictos, a favor de una aplastante superioridad militar, con el tejido de una trama clientelar en la periferia, de manera que los Estados clientes, formalmente independientes, secundasen las iniciativas del Imperio y eventualmente se convirtieran en sus aliados durante las campañas. Estos "clientes" serían recompensados de acuerdo con su lealtad e intensidad de implicación, justo lo que ha decidido Bush, incluso en el plano simbólico, tras la conquista de Irak: aquellos Estados que llevaron la implicación con la política de la Casa Blanca hasta la participación militar reciben responsabilidades de gestión del territorio iraquí, como el Reino Unido y Polonia; el apoyo sólo político o tardío recibe premios menores y dentro de la subalternidad. Caso de la España de Aznar, la Italia de Berlusconi, Albania y otros satélites voluntarios en el nuevo sistema solar.

Estamos, pues, ante un "nuevo orden internacional", de trazos mucho más concretos que el evanescente propuesto por Bush padre hace una década. El Imperio atiende a sus intereses econó-micos y estratégicos, con el volumen de La democracia en América bajo el brazo, y sobre todo con el respaldo moral del 11-S, poniendo en pie una política exterior de belicosidad, más que de guerra, permanente, y reduciendo costes gracias al doble repertorio de recursos que le proporcionan, de un lado la impresionante tecnología militar, de otro el cinturón de Estados-clientes, con el Reino Unido a la cabeza. Cualquier obstáculo real o simbólico a su hegemonía se expone a una escala de represalias, desde las estrictamente militares a las económicas, y ésta es una condición ineludible para que funcione semejante sistema de poder, eliminando por vía de ejemplaridad los potenciales conflictos. De ahí la primacía en todos los planos de la dimensión militar, encarnada de modo emblemático en el aterrizaje triunfal de Bush sobre el Abraham Lincoln. La apoteosis transitoria del jefe victorioso en Roma se alcanzaba mediante su ingreso y desfile en la ciudad; aquí es lo contrario, el presidente civil se disfraza de héroe guerrero y celebra su triunfo en la cubierta de un portaaviones, el símbolo de la superioridad militar inalcanzable de los Estados Unidos. Del fervor de las masas de ciudadanos ante el espectáculo pasamos a los aplausos de unos tipos uniformados y en perfecta formación. El augurio no puede ser optimista. Como amenaza o como trágica realidad, la lógica del poder instaurada por Bush implica el recurso permanente a la guerra.

Según la ocurrencia de Robert Kagan, Estados Unidos y la "vieja Europa" encarnan respectivamente a Marte y a Venus, la confrontación entre la energía propia de una política de poder y la belleza de una construcción idealista que aquélla habría hecho posible con su protección en las largas décadas de amenaza soviética. Demasiado favorable para unos y para otros. Más que Venus, a la construcción europea le corresponde Hermes, y por otra parte, una política fundada exclusivamente en el uso de la fuerza antes que a Marte recuerda a Polifemo. Es cierto que la nueva situación internacional, desaparecido el comunismo, hace precisa una articulación más compleja entre las políticas de los Estados Unidos y de Europa, pero es la trayectoria imperialista americana lo que introduce el inevitable conflicto. Buscar una resolución equitativa, si la hay, del contencioso entre israelíes y palestinos, evitar avisperos disimulados como el de Irak, no son muestras de idealismo, sino de racionalidad. La política de poder sin inteligencia lleva a la dictadura de una superpotencia o/y al caos. De momento, éste ya se encuentra anunciado por el suicidio impuesto desde Washington a toda variante de las Naciones Unidas que no sea su mero instrumento de dominio. Y en lo que concierne a Europa, por muchas declaraciones de optimismo que haga Romano Prodi, las perspectivas unitarias en política internacional y de defensa son nulas, salvo que se trate de dar consentimiento unánime a cuanto decida en lo esencial Washington. Mientras haya gente como Aznar, Ana Palacio, Berlusconi o el presidente polaco, ni siquiera la intervención de Blair resulta necesaria.

Por otra parte, para que el modelo augusto funcione, es preciso consolidar aquellos Estados-clientes que ocupan localizaciones estratégicas en la periferia. Nada indica que en Afganistán, y sobre todo en Irak, las previsiones sean favorables al respecto. Cierto que no ha tenido lugar la temida movilización de masas en los países musulmanes; como contrapunto, es poco probable que los iraquíes acepten tranquilamente la forma de "liberación" que les es impuesta, con los americanos matando manifestantes cada dos días y buscando la aguja en un pajar de unos gobernantes-títeres creíbles. El rápido fracaso del virrey Garner constituye todo un presagio. Además, el islamismo es paciente y sabe tanto movilizar como resistir. Si la crisis presente se prolonga durante meses y tiene lugar por añadidura algún atentado sangriento de Al Qaeda, la gloria del triunfo por las armas se convertirá para Bush en polvo, incluso electoralmente en su país.

A todo esto, Aznar prosigue la huida hacia delante. Fuera máscaras humanitarias: se trata de colaborar en el último escalón de la ocupación militar del territorio iraquí. La subordinación es absoluta, según probó la actitud indigna renunciando a exigir una investigación oficial sobre el asesinato del periodista José Couso. Dos palabritas de Powell y doña Ana Palacio, embelesada y conforme. Todo sea por la guerra mundial contra todos los terrorismos del mundo, aunque eso cueste la derrota política ante el que tenemos al alcance de la mano. ¿Cómo aspira el PP a que todo se olvide de repente y sea una realidad tras el día 25 la necesaria alianza estatutista en Euskadi?

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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