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Mellizos antagonistas y complementarios

Parece inevitable. Cada tres o cuatro años surge en los Estados Unidos una interpretación omnicomprensiva de la realidad presente que pretende no sólo juzgarla a partir de unas pocas sentencias, casi aforismos, sino, además, proyectarla de cara al futuro. En los últimos tiempos se nos ha asegurado que Estados Unidos estaba en peligro por su voluntad de omnipresencia militar (Kennedy), que la victoria de la democracia era total e irreversible y lo opuesto a ella pura extravagancia (Fukuyama), que amenazaba un choque de civilizaciones (Huntington) o una anarquía mundial (Kaplan). Todas estas interpretaciones encierran una parte de verdad y conclusiones excesivas; resultan más convincentes cuando fueron expuestas en forma de artículo que de libro. En Europa, la izquierda tradicional suele bramar contra estos juicios cuando parece más conveniente tomárselos con distancia irónica para medir cuánto tiempo dura la moda. El dernier cri se basa en la idea de que existe una brecha transatlántica inquietante: para alguno, la distancia entre Europa y los Estados Unidos es tan profunda que más vale dejar de fingir que pertenecemos al mismo mundo (Kagan); otros se limitan a deplorarla (Nye). Pero nadie asegura en serio que estos dos mundos se basen en principios diferentes y que la confrontación resulte inevitable.

De todas las metáforas sugeridas para explicar la distancia entre los dos colosos quizá la más divertida es la que presenta a la Unión Europea como una especie de eunuco en una orgía. Como les suele suceder a las comparaciones demasiado taxativas, en realidad ni la situación mundial reciente se puede asemejar a tanta orgía ni Europa marcha tan parca en testosterona. Estamos no tanto al comienzo de un desastroso nuevo desorden mundial como al inicio tan sólo germinal de un nuevo orden. Se puede achacar al supuesto eunuco la falta de participación en esa parte de la orgía que fue la guerra de Kosovo. Pero cabe también interpretar que eso se produjo no tanto por impotencia como por falta de decisión a la hora de utilizar tropas de tierra (y por la convicción de que, a fin de cuentas, era más simple y más rápido que intervinieran los norteamericanos). De cualquier modo, ha sido mérito de Europa que Milosevic fuera juzgado. Por otro lado, la brecha no nació el 11-S; hasta cierto punto ha existido siempre. Si se ha acentuado ha sido por una "guerra espectáculo" en que Sadam Husein ha demostrado que no era peligro ni tampoco estratega; si no pensamos en el sufrimiento humano padecido (y resulta casi imposible evitarlo), este acontecimiento puede tener una relativa importancia en la Historia. Lo fundamental, en realidad, es la posguerra y no la guerra. De cara a aquélla importa recalcar que nada está escrito y que todo parece discutible: lo es tanto que lo sucedido vaya a ser el inicio de una especie de cuarta oleada de democratizaciones como que se pretenda que el escaso orden multilateral que hemos conseguido vaya a ser barrido de manera definitiva.

La Unión Europea y los Estados Unidos siempre, desde 1945, han actuado como mellizos en lo esencial, pero también antagonistas y complementarios en los medios instrumentales. En el fondo, todo se inició a partir del momento en que, por así decirlo, estalló la guerra fría. La interpretación de Kennan de acuerdo con la cual era necesario someter a "contención" a la Unión Soviética fue muy pronto concebida en los Estados Unidos en unos términos excesivamente militaristas y de confrontación, al menos desde el punto de vista de los europeos. La contención proporcionó una larga paz o, si se quiere, un duradero periodo en que si la verdadera paz era imposible la guerra resultaba al mismo tiempo improbable.

Pero para los europeos esa situación, aun siendo positiva, no fue nunca suficiente. Políticos que no fueron precisamente de izquierdas, como Churchill y De Gaulle, quisieron avanzar en el camino de un posible mayor campo de acuerdo con los soviéticos. Esta necesidad se sintió de forma especial a partir de los años sesenta en la socialdemocracia alemana: Brandt, entonces alcalde de Berlín, cuenta en sus memorias que en el momento en que empezó a levantarse el muro, Kennedy ni siquiera suspendió sus vacaciones y no hizo otra cosa que presentar una protesta verbal. En adelante, la brecha atlántica pareció agrandarse. Los norteamericanos, fuera cual fuera su significación política, insistieron una y otra vez en proponer planes estratégicos para hacer equivalente la fuerza militar a uno y otro lado del muro de Berlín. El despliegue de euromisiles, la bomba de neutrones o la Iniciativa de Defensa Estratégica fueron otras tantas iniciativas planteadas por presidentes norteamericanos de una u otra significación. Los políticos europeos, en especial los de izquierda, no se mostraron nunca entusiasmados por estas propuestas; a menudo los de izquierda se negaron a aceptarlas o se dividieron ante ellas. Quisieron, en cambio, dar una oportunidad al adversario a través de contactos directos y cada vez más estrechos; en todo eso los norteamericanos veían insensatez cuando no velada traición. Lo significativo, no obstante, de la llamada ostpolitik no fue que la iniciara la izquierda alemana, sino que el propio Adenauer la había precedido hasta cierto punto y que los gobernantes pertenecientes a su partido la mantuvieron cuando les tocó ejercer el poder en los setenta y en los ochenta.

¿Quiénes se equivocaron: los Estados Unidos o los países europeos de cara a esas circunstancias dramáticas de fines de los años ochenta cuando se derrumbó el comunismo? Ante este interrogante cabe, en primer lugar, afirmar que el colapso era, en términos teóricos, previsible aunque no el momento preciso en que se produciría. La segunda afirmación parece más discutible, pero resulta no menos cierta: nadie se equivocó, sino que, de no haber existido esas dos formas de tratar al adversario, probablemente no hubiera tenido lugar lo que sucedió ni tampoco del modo en que se produjo.

De no haber existido la contención militar durante los setenta y ochenta, la URSS hubiera estado tentada de emprender en Europa el género de imperialismo que protagonizó en África y Medio Oriente. Pero si tenemos en cuenta que la economía de la zona soviética se hizo cada vez más dependiente de los préstamos de los países occidentales y que éstos ofrecieron un modode vida mucho más atractivo, tampoco se comprende la caída vertical del comunismo sin la existencia de la ostpolitik. En concreto, desde 1969 a 1988, las llamadas telefónicas entre las dos Alemanias pasaron de medio millón a 40 millones; 250.000 familias se reunificaron, y unos 25.000 prisioneros políticos del Este fueron liberados a cambio de favores económicos. En realidad, norteamericanos y europeos parecieron considerar a sus adversarios como una especie animal distinta. Los primeros los creyeron asnos a los que había que conducir a la normalidad con el látigo; los segundos, conejos que se dejaban alimentar de modo pacífico. Al final los países comunistas parecieron ser una especie de animales mitológicos, híbrido de asno y conejo; el modo en que se produjo la transición pareció más propio de los conejos que de los asnos. Occidente no tuvo que cambiar en nada para producir el resultado final: siguió siendo el de siempre con sus dos formas de comprender al adversario ya conocidas.

Ahora que existe la sensación de que la brecha atlántica es una sima abisal convendría recordar esta lección que viene de la Historia. No podemos pedir a los norteamericanos que tengan una idéntica visión que los europeos: la tradición cultural, el inmediato pasado y las experiencias del tercer milenio han sido distintas. No podemos tampoco demandarles una súbita conversión al multilateralismo. Ni siquiera resulta realista que desde el primer momento compartan en todo la administración de Irak. Debemos exigirles, en cambio, que redescubran la diplomacia que parecen haber olvidado casi por completo por la confianza en la fuerza militar o que confíen, como en su momento hicieron Wilson y Roosevelt en, al menos, la posibilidad de un concierto global entre las naciones. Eso sólo lo puede lograr el único que es igual a los Estados Unidos en términos de peso económico, la Unión Europea. Pero para ello hace falta que no se desnaturalice y deje de ser lo que siempre ha sido.

Javier Tusell es historiador.

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