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A pie de obra | TEATRO
Columna
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Cosas que importan

Marcos Ordóñez

Uno. Recuento de vientos furiosos, platas del Río: la arrasadora Cecilia Rosetto en el Romea (insisto: ¿para cuándo en Madrid, para cuándo una gira por España?) y el ametrallador Enrique Pinti en el Albéniz, y los mutantes Daulte/Tantanian/Spregelbud, y Gaby Izcovich y su banda (que vuelven: en junio al festival de Sitges, con Bésame mucho, luego al de Otoño, con Intimidad y su nueva adaptación de Kureishi: bien!) y el inmenso trío de Art en el Reina Victoria (que también ha de recalar en Barcelona, en octubre, aunque no sé si con Darín) y los dos Pavlovskys, el polimórfico Eduardo con La muerte de Marguerite Duras y el inmarcesible Ángel, "más señora y más actriz que nunca", en el Teatreneu de Barcelona, mitad Copi y mitad Conchita (con perdón) Montes en Oíd, mortales, la joya de su corona, que tanto le hubiera gustado a San Terry Moix que estás en los cielos de Alejandría o a Manolito Puig... y ahora un nuevo regalo porteño, otro clásico: Made in Argentina, de Nelly Fernández Tiscornia, en el Novedades. Es decir, la "nueva" versión de Made in Lanús, puesta al día por Manuel González Cid, de quien, por cierto, la semana que viene veré en el Bellas Artes su también exitosísimo Diario de Adán y Eva, el "otro" megatriunfo de la cartelera porteña, que vuelve a Madrid, al Bellas Artes, con Miguel Ángel Solá y Blanca Oteyza.

A propósito de Made in Argentina, de Nelly Fernández Tiscornia, en el Novedades de Barcelona

Dos. Made in Lanús se vio en el Romea, en 1986, con la gran compañía de Beto Brandoni, en alternancia con El viejo criado, de Tito Cossa. Una visita relámpago del San Martín, con reparto de lujo: Brandoni, Patricio Contreras, Leonor Manso, Marta Bianchi. Aunque el de "hoy" tampoco se queda atrás. Otros cuatro ases: Víctor Laplace, Ana María Picchio, Soledad Silveyra y Hugo Arana, en el papel bombón de El Negro, el que interpretó Contreras. Cuatro ases que lo han hecho todo: comedia, drama, musical, los mejores títulos, las grandes piezas del repertorio, y el novísimo teatro argentino. Recuerdo que en 1988, dos años después de su estreno en Buenos Aires, moría Nelly Tiscornia, sin haber podido apenas disfrutar del enorme éxito de su comedia. Quizá haya obras mejores sobre el exilio (pienso, hablando de Cossa, en Gris de ausencia), pero pocas tienen este voltaje cívico y sentimental. Un teatro con un eco muy antiguo; la sensación de estar viendo algo parecido a un montaje del Group Theatre, una obra "social" de los años treinta, dirigida por Kazan; teatro de hombres y mujeres comunes, hablando de sus luchas y sueños y derrotas. Un teatro de cosas que importan. Cosas que pocas veces suelen brotar por estos pagos: no suele tolerarse bien la sentimentalidad directa y sin filtros, desarmante, sin desvíos posmodernos; con ese naturalismo reinventado, prodigioso, que a muchos les sigue pareciendo antiguo (teatro "burgués" o tonterías por el estilo) pero que es organicidad pura, con los conflictos claros, directos al corazón, sin falsa poesía añadida (quizá alguna gotita aquí y allá), con alguna pega, faltaría más, esos momentos en los que el sentimiento se almibara, como esas ilustraciones musicales innecesarias (y a un volumen altísimo) entre escenas: no, no hace ninguna falta subrayar la emoción de la trama y los diálogos con el Vuelvo al Sur de Piazzolla y sus infinitas variantes -aunque sin el primigenio, el de Manzi y Troilo-.

Tres. Un viejo patio, una casona de Lanús, en el suburbio. Dos hermanos, Mabel (Picchio) y El Negro (Arana), se reencuentran después de 20 años. Mabel y su marido, Osvaldo (Laplace), un psiquiatra de prestigio, "comprometido", debieron huir del país, amenazados de muerte, y empezar una nueva vida en Estados Unidos. El Negro y su pareja, la Yoly (Silveyra), han sobrevivido a trancas y barrancas, él con su pequeño taller mecánico, ella matándose a coser para que la hija pueda estudiar. Han sobrevivido a la dictadura, al espejismo menemista, a toda la caterva de "chantas", al corralito, a todos los desastres de esa Argentina que, dice El Negro, ha dado "a Gardel y a Borges y a Maradona, pero ni a un solo presidente decente" (grandes aplausos). Como decía Benach, el conflicto radica entre una pareja que ya no puede regresar y otra que ya no puede ni quiere irse: es exactamente eso. La nostalgia de Laplace (quizá un punto relamido, "escuchándose") frente a la furia de la espléndida Picchio hacia esa Argentina/Medea, devoradora de hijos: la sociedad que toleró la dictadura y que igual -esperemos que no- vuelve a votar a Menem. Conmovedora la Silveyra en su humor desesperado y popular de resistente nata, en su fortaleza, en la defensa de la cotidiana lucha por la vida en su territorio. Pero el que "se lleva" la función es El Negro, ingenuo y alegre como un niño que, por un momento, cree en un posible paraíso yanqui; el hombre que, por creer, hasta creyó en la guerra de las Malvinas: un Hugo Arana cercanísimo a Bódalo, a la verdad instantánea, a la "inmediatez emocional" de Bódalo, a esa forma de llenar el escenario se ponga donde se ponga y diga lo que diga; un Bódalo que, físicamente, también hace pensar en un hermano porteño de Marsé, como si Marsé hubiera plantado el taller de joyería para emigrar a Buenos Aires en los cincuenta: me gusta el juego de las posibles vidas paralelas.

En Argentina, informa la publicidad, más de un millón de espectadores han visto esta comedia; comedia dramática, más agri que dulce. En Barcelona, la noche del estreno se vivió un llenazo apoteósico. Nunca había visto el Novedades así, lleno hasta la bandera, sus tres pisos, sus 1.676 localidades, y una cola que daba la vuelta a la manzana, y en la que "no todos", desde luego, eran exiliados argentinos. Pronto, me dicen, este espectáculo girará por España. Es un placer volver a cerrar esta sección con la frase que más me gusta decir: "No se la pierdan".

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