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Columna
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Lo que se dilucida

Llevamos ya años en que todas las elecciones son decisivas, y las próximas, cuya campaña tendrá inicio mañana -día en que, por cierto, cumplo años-, también lo son. En ellas se ponen a prueba, quizá de forma definitiva, diversas estrategias partidistas, y estoy convencido de que, sea cual sea el resultado, las cosas ya no van a ser las mismas a partir del día después. No lo serían ni en el supuesto de que los resultados fueran similares a los de las anteriores elecciones municipales vascas. Las apuestas de poder son tan claras, se juega de forma tan meridiana a vencer al adversario, a inclinar la balanza en uno u otro sentido, que una revalidación del actual statu quo significaría ya un descalabro para las líneas de actuación de aquellos partidos que hoy tratan de polarizar las expectativas de los ciudadanos vascos.

De entrada, y a la espera de lo que dictamine el Tribunal Constitucional, no es probable que los resultados puedan ser similares a los de las anteriores convocatorias electorales, dada la presumible ausencia en los comicios de lo que hasta hace poco era Batasuna. La simple ausencia de esa fuerza política hace imposible que la situación anterior vuelva a repetirse. Un buen motivo de alegría, sin duda, para quienes consideramos la derrota de ETA y de su mundo, su desaparición de nuestro panorama político, objetivo prioritario que relega a un segundo plano cualquier otro resultado. Un motivo de alegría que aún sería mayor si se tratara de un logro real y no fantasmático, si esa ausencia no fuera un actante desplazado que permite que se sustituyan los objetivos manifiestos -su derrota y desaparición- por objetivos no declarados.

Para serles más diáfano, la salida de Batasuna de la escena electoral crea las condiciones para que se diluciden cuestiones de hegemonía dentro de lo que no ha mucho era el campo democrático: triunfo o derrota del nacionalismo democrático, o bien triunfo o derrota de cierto constitucionalismo. Es de lo que se trata, y el comodín desplazado -Batasuna- es el mecanismo que ha de servir para inclinar los resultados en uno u otro sentido.

No trato de juzgar intenciones, es decir, no pretendo poner en duda que las iniciativas políticas últimas, tanto de los constitucionalistas -ilegalización de Batasuna, etc-, como de los nacionalistas institucionales -plan Ibarretxe- sean las declaradas: acabar con ETA y lograr la normalización democrática del país. Constato, simplemente, el campo de juego político derivado de la adopción en un caso, y de la proposición en el otro, de esas iniciativas; un campo de juego en el que el otro protagonista en ausencia adquiere un papel estratégico en la lucha por el poder del resto de las fuerzas políticas. De ahí que en estas elecciones el embite se dé a ganador o perdedor de manera absoluta y que cualquier otro resultado que no sea ése haya de obligar, casi con toda seguridad, a la reformulación de propuestas e iniciativas actualmente en marcha.

Está claro que va a ser así en el caso del nacionalismo democrático, al que no le va a servir una leve mejora de sus resultados electorales en anteriores comicios para garantizar la viabilidad de su proyecto: el plan Ibarretxe. Pero también va a ser determinante para los constitucionalistas, presentes en esta ocasión con alternativas más diferenciadas -la del PP y la del PSE- a las que el triunfo o la derrota no les va a afectar de igual manera. Ganen o pierdan, el futuro no va a ser el mismo según la relación de fuerzas interna a ese campo, en el que también se compite por la hegemonía. Y queda la incógnita de cuál vaya a ser la reacción de los que no estarán presentes: ¿se replantearán también ellos de una vez la vía desquiciada en la que están inmersos?

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