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Reportaje:LA POSGUERRA DE IRAK

Autogestión en Bagdad

Ante la ausencia de Estado, algunos ciudadanos han organizado el transporte público y la recogida de basuras

Guillermo Altares

El césped parece sacado de un jardín inglés: regado, cuidado y perfectamente cortado. Los setos tienen dibujos y letras en árabe. En el barrio de Bagdad de Saba Nisa se concentran una decena de viveros impecables y representan una visión inaudita en una ciudad de cinco millones de habitantes y que vive sumida en el caos desde hace un mes, sin salarios, ni Gobierno, ni Estado, ni servicios de seguridad públicos.

Poco a poco, la chatarra militar va siendo eliminada y, al menos en los barrios acomodados, las calles han dejado de acumular basura. Sin embargo, de vez en cuando Bagdad ofrece imágenes surrealistas: en una zona tranquila junto al Tigris se encuentra un camión militar abandonado con un misil de considerable tamaño en el remolque.

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Se hable con quien se hable, hay dos quejas fundamentales: la falta de seguridad y los salarios. Los funcionarios -el 60% de la población activa- siguen sin cobrar y los comerciantes notan esta falta de liquidez. "Antes venían 15 personas todos los días; ahora, apenas tres", dice Saleh Mohamed Jalil, de 43 años, dueño de un vivero que ofrece una variedad de 200 plantas. "A los iraquíes les encantan las plantas. Nosotros hemos construido cientos de jardines. El problema es que ahora la gente no tiene dinero para comprar nada", agrega.

En su comercio, Anuar Aziz Yasem, de 32 años, vende de todo: vasos, generadores o triciclos de Pokémon. Como todo el mundo, ofrece el producto estrella: antenas parabólicas, prohibidas bajo el régimen de Sadam Husein, y que ahora se venden por 200 o 250 dólares. Yasem no oculta que tiene una pistola bajo el mostrador y que no le hace ninguna gracia tener la mercancía en plena calle. "Ahora no llegan productos y las ventas han bajado mucho. Lo peor es la inseguridad; pero estoy seguro de que los americanos van a arreglar las cosas". "Si no las arreglan se van a meter en un problema muy serio", apunta cerca Uday Lanzí, de 24 años, que tiene una tienda de abastos junto a uno de los barrios más antiguos de Bagdad, Shanaka. "Tenemos cortes de electricidad constantes y hay muchas mercancías, como leche o yogures, que no puedo vender. De todos modos, no viene casi nadie".

Ningún comerciante se ha quejado de saqueos en los últimos días, aunque la inseguridad prosigue. De noche se escuchan tiroteos y en muchos casos son enfrentamientos entre soldados estadounidenses y ladrones. Ayer, un grupo de personas asaltó un palacio de Uday Husein, el hijo de Sadam, y se produjo un altercado a tiros con militares, que se saldó con una decena de detenidos.

A pesar de la ausencia de la autoridad más elemental, la vida sigue y se organiza de forma espontánea, casi de forma autogestionaria. Cada vez se ven más policías de tráfico en los cruces de las calles de la capital y muchos semáforos funcionan: el problema es que nadie los respeta.

Servicios tan elementales como la recogida de basura o los autobuses funcionan un poco por su cuenta: los chóferes de los transportes cobran 100 dinares (cinco céntimos de euro) a cada pasajero y con eso pagan la gasolina. El caso de las basuras es parecido: el barrio de Saba Nisa, de 800.000 habitantes, producía 300 toneladas de basura antes de la guerra y ahora se recogen sólo 50, según explica el encargado de la zona, Taha Mazim, de 48 años.

"Una persona de la Oficina para la Reconstrucción y Ayuda Humanitaria [ORAH] llamada Bárbara, con la que negocié, me mantuvo en mi puesto. Nosotros tenemos tres funciones: recogida de basuras, mantenimiento de alcantarillas y controlar la pureza del agua. Pero no podemos con todo porque, como no cobramos, hay mucha gente que no viene a trabajar", relata Mazim.

Los únicos que reciben algún tipo de salario son los que van en los camiones: cobran a los vecinos por recoger su basura. En los barrios pobres, como el arrabal de Sadam City, ningún camión se atreve a entrar: no hay propinas y no hay seguridad, sólo basura desperdigada y charcos hediondos donde beben los animales y juegan los niños descalzos.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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