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LECTURA

El Cela de los años cuarenta

Cómo era, según otros testimonios, el Camilo José Cela de los primeros años de la década de los cuarenta, el Camilo José Cela que ha decidido que va a ser escritor? Eduardo Haro Tecglen le evocaba, en 1989, "larguirucho y flaco, más bien escuálido, con voz de bajo". Haro, "casi un niño" entonces (nació en 1924, ocho años después de Cela), tenía "un deseo tan grande de ser invisible entre el mundo áspero de la posguerra como él lo tenía, entonces, de hacerse visible, ostensible, patente; incluso de ser un espectáculo". Aquel Cela joven llevaba en su ademán, indudablemente, "el sello de ir hacia mucho".

Otro compañero de entonces era Eugenio Suárez, que ha recordado la apremiante necesidad que en aquellas fechas tenía Camilo José de ganar unos cuartos. El poeta José García Nieto, ya amigo de Cela, se lo comunicó a Suárez, que trabajaba en Censura bajo las órdenes del poderoso Juan Aparicio, delegado nacional de Prensa y Propaganda. Un día, Nieto y Suárez visitaron a Cela en su casa de Claudio Coello. "En una cama turca se removía un largo y flaco cuerpo, rematado por una cabeza muy gorda. Parecía una cerilla yacente", escribió Suárez en 2002, muerto ya el Nobel. Unas semanas después, Cela se presentó en su oficina. Explicó más o menos que era el mayor de numerosos hermanos, que acababa de salir de una tuberculosis que le había costado cara a sus padres, y que tenía que colaborar en el mantenimiento de su familia. Necesitaba un sueldo. Suárez le presentó a Juan Aparicio, quien supo captar la valía del joven escritor y le ofreció el puesto del otro, que se iba destinado a Budapest. Y así fue cómo Cela entró en Censura. No era mucho el trabajo: echar un vistazo a las escasas revistas del Movimiento que había en aquellos tiempos menguados y a "algunas hojas religiosas o científicas". "Todo el mundo precisaba ganarse los garbanzos", añadió Suárez. (...)

'El hombre que quiso ganar'

Ian Gibson

Editorial Aguilar

Aldecoa le dijo a Pío Baroja que por qué no escribía el prólogo de 'La familia de Pascual Duarte'. El novelista vasco contestó: "Porque no quiero ir a la cárcel. Vete tú solo"
Su análisis de la situación política antes de la guerra es muy pobre. En aquellos tiempos, el apoliticismo entre los jóvenes intelectuales era impensable

La versión de su entrada en Censura dada por el propio Cela en Memorias, entendimientos y voluntades no discrepa en lo esencial del más pormenorizado relato de Suárez.

Aparicio, granadino oriundo de Guadix, procedía de las JONS, de cuyo fundador, Ramiro Ledesma Ramos, había sido íntimo colaborador. "Fascista puro -escribe Justino Sinova en su libro La censura de prensa durante el franquismo-, carné número siete de fundador de la Falange, inventó los lemas "España, Una, Grande, Libre" y "Por la Patria, el Pan y la Justicia" y adoptó los yugos y las flechas para el fascismo español". Entre sus diversas actividades de propagandista del nuevo régimen, Aparicio fundó El Español, definido por Sinova como "un combativo semanario falangista".

"Con fundamento se ha podido decir que Aparicio fue un inventor de hombres y que, entre sus inventos, está Camilo José", ha manifestado con conocimiento de causa Enrique de Aguinaga. No cabe duda de que Cela le debió muchos favores a Aparicio. En Memorias, entendimientos y voluntades habla elogiosamente del mismo, y señala que en sus revistas dio generosa cabida a gentes que procedían del otro bando. Es un juicio que habría que matizar, ya que el odio de Aparicio a todo lo que oliera a "rojo" era bien conocido. En cuanto a la actividad de Cela como censor, de la cual dice en Memorias, entendimientos y voluntades no avergonzarse, el Nobel se limita a remitir al libro de Sinova. Baste indicar ahora que ser censor de revistas en aquellos tiempos era mucho menos comprometedor que serlo de libros.

Ya por esas fechas está en marcha La familia de Pascual Duarte, escrita, o por lo menos empezada, en las dependencias del Sindicato Nacional Textil y cuyo éxito va a cambiar radicalmente la situación social de Cela. Memorias, entendimientos y voluntades se cierra con unas amargas consideraciones acerca de sus dificultades para publicar dicha novela, luego tan famosa (y rentable) dentro y fuera de España. "Tengo la impresión de que no acertaron los editores madrileños que dejé dichos", comenta el escritor con no disimulado sarcasmo. Y es que los acaba de nombrar con pelos y señales.

La familia de Pascual Duarte fue publicada en Burgos por la pequeña editorial Aldecoa, propiedad de un militar así apellidado. Cela había tenido la suerte de conocer al hijo del mismo, Rafael, encargado de la empresa, que leyó el manuscrito de un tirón y se quedó tan embobado que decidió enseguida editarlo. Pero con una condición: que Cela quitara la escena del entierro del hermano de Pascual, con su secuela tan crudamente erótica. Si no, se les echaría encima la censura. "Hombre, es que si la cambiara, ya habría encontrado muchos editores", contestaría Cela. Pero Rafael Aldecoa insistía. "No te preocupes -porfió Cela-, que de la censura me encargo yo".

Un día fueron a ver a Pío Baroja y Aldecoa le dijo que por qué no le escribía un prólogo para la novela de su amigo: "Porque no quiero ir a la cárcel; vete tú solo", fue la respuesta del novelista.

"Se acabó el divagar", apuntó Cela al recibir en Madrid los primeros ejemplares de La familia de Pascual Duarte. Fue el 7 de diciembre de 1942. Hubo crítica benévola y crítica feroz. Hablaron bien del libro en periódicos y revistas, entre otros, Enrique Azcoaga, Juan Sampelayo, Miguel Pérez Ferrero y Eugenio Suárez. Y, en el curso de sendas entrevistas, Pío Baroja y Ernesto Giménez Caballero tuvieron palabras elogiosas para la novela. Hablaron fatal de ella los jesuitas, en su revista Razón y Fe.

Tres meses después sólo se habían vendido muy pocos ejemplares de los 1.500 impresos. Según Rafael Aldecoa, fue, curiosamente, una reseña emitida por la muy escuchada BBC -escuchada, es decir, por los aliadófilos- lo que encendió la mecha del interés del público lector e hizo que se agotara en quince días la edición. Cuando Aldecoa publicó la segunda, ya en 1943, las autoridades la mandaron requisar. Se ha dicho que Cela se adelantó y recogió él mismo todos los ejemplares, pero más bien parece que, como cuenta su hijo, fue por las librerías de Madrid, una a una, dando el aviso de lo que iba a ocurrir, con lo cual la mayoría de los ejemplares esquivaron la atención de la policía. Aldecoa, por su parte, recordaba así el episodio: "A mí me quedaban bastantes ejemplares en los talleres, y recuerdo que, como seguían lloviendo los pedidos, ideamos una treta. Por aquel entonces habíamos editado un libro sobre Rommel, que era malísimo. Y lo que hicimos es que los libreros nos ponían en sus pedidos: dos libros de Rommel, el zorro del desierto, y nosotros les facturábamos dos ejemplares de La familia de Pascual Duarte. Era una clave que funcionaba muy bien".

Ventas clandestinas

Aquella prohibición y aquellas ventas clandestinas tuvieron el efecto, claro está, de acrecentar la fama del libro y de su joven autor.

Memorias, entendimientos y voluntades termina con una estupenda floritura: "Después ya fue todo seguido a veces a trancas y barrancas y en ocasiones al pairo pero todo seguido y hasta hoy". Pocos escritores logran crear un impacto, por mínimo que sea, con su primer libro. No fue el caso de Cela.

Creo que estamos ahora en condiciones de poder esbozar algunas conclusiones acerca de Memorias, entendimientos y voluntades.

Para empezar, hay que fijarse en la negación de Cela, expresada en las primeras páginas del libro, a sentir vergüenza por nada de lo hecho por él a lo largo de su vida. No va a pedir disculpas por nada. No se va a arrepentir de nada. Al contrario, considera que sus compatriotas tendrían que pedirle disculpas a él "por haberme metido en todos los berenjenales en que me metieron a palos y sin comerlo ni beberlo, por ejemplo, en la Guerra Civil y en el espectáculo del turbio juego de los políticos, esto que es todavía peor que la guerra". ¿El turbio juego de qué políticos? ¿De todos ellos? ¿De algunos? ¿Eran todos igual de malos? Cela no se aclara. También insiste en que, si no hubiesen intervenido los extranjeros, de ambos bandos, en la guerra, todo se habría solucionado con mayor rapidez. Pero, en vista de que la ayuda italiana y alemana a Franco se pactó antes de la sublevación, como recordamos antes, parece ridículo meterla en un mismo saco con la aportada por los extranjeros que luego acudieron para echar una mano a la República.

Una y otra vez se observa la renuencia de Cela a distinguir entre ambos bandos implicados en la guerra de 1936-1939. Su tesis se reduce a que hubo una culpabilidad generalizada. "A nosotros, los mozos del 37, se nos metió en la cárcel sin que se llegase a saber demasiado por qué ni por qué no; se nos cortaron las alas para que no voláramos demasiado lejos; se nos pusieron maneas en los tobillos para que no nos perdiéramos en vanas y enfermizas lucubraciones, o se nos mandó para el otro mundo con una gran sencillez y sin comerlo ni beberlo". En otro momento de su narrativa, Cela declara que "en cada uno de ambos bandos de la Guerra Civil española medio centenar de locos puso en danza a dos millones de aventureros y entre todos acojonaron y metieron en cintura a veintiocho millones de hombres y mujeres... yo vi las dos caras de la moneda y no encontré ni una sola diferencia substantiva".

Está claro, pues, clarísimo: todos igualmente culpables y "ni una sola diferencia substantiva". No creo que quepa mayor tergiversación de los hechos.

En este libro, Cela nunca se para a condenar a los militares y civiles que desde los primeros días de la República planearon la destrucción de la misma. Es un lapsus muy grave. ¿O piensa el Cela de 75 años que no se puede construir un escalafón de responsabilidades, cuando de tan grave asunto se trata? La verdad es que su análisis de la situación política antes de la guerra es muy pobre. En aquellos tiempos, el apoliticismo entre los jóvenes intelectuales de su generación, sobre todo a partir de la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936, era impensable. O estabas con el fascismo o estabas con la legitimidad republicana, no había otra disyuntiva (aunque algunos, pocos, creían que sí, que se trataba de "o fascismo o comunismo"). Pues bien, sobre todo ello el comentario de Cela es el que ya vimos anteriormente: "Mis amigos de aquel tiempo tiraban hacia la izquierda, propensión que no es ni buena ni mala sino casual y sujeta a modas y conveniencias aun más que a caracteres y temperamentos; ahora que veo ya casi todo con cierta tolerante y aburrida perspectiva, entiendo muy razonable que cada cual creyese o dejara de creer según soplara el viento". Comentario extraordinariamente endeble, que dice mucho más acerca del Cela de 1992 que de aquellos jóvenes contemporáneos suyos en el Madrid de antes de la guerra y que sí se comprometían.

Por tierras extremeñas

Luego, el hecho de que en este libro, como en La rosa, Cela es más novelista que historiador de sí mismo. En la página 384 de Memorias, entendimientos y voluntades, en medio de la evocación de sus andanzas con la batería número 17 por tierras extremeñas, el Nobel deja caer lo siguiente: "De aquellas fechas recuerdo, tampoco con demasiada precisión, algunos lances curiosos; en esto de la literatura lo que hay que tener es memoria". Dentro de su confusión, que es considerable, la oración encierra una gran verdad, casi seguramente sin que sea consciente de ello el escritor. Y es que revela al Cela memorialista como, sobre todo, creador de un texto literario. ¿Recuerda o no recuerda el ex combatiente los "lances curiosos" que va a relatar, o es que, al no recordarlos "con demasiada precisión", como dice, está dispuesto a inventarlos o reinventarlos? De todas maneras, al sentenciar que "en esto de la literatura lo que hay que tener es memoria", me parece que está confundiendo las cosas. En la literatura lo que hay que tener sobre todo es imaginación, vuelo creativo. Y, en las memorias, la voluntad de contar las cosas como fueron, o como se estima que fueron, preferentemente sobre una base de sólida documentación. (...)

En La cruz de San Andrés, escrita poco después de Memorias, entendimientos y voluntades, este recurso narrativo se utiliza hasta la saciedad. Servirse de él en unas pretendidas memorias es otro indicio de que éstas no pueden ser completamente fiables, de que Cela está medio novelando.

Memorias, entendimientos y voluntades da fe de la necesidad profundamente arraigada en Cela de transgredir las convenciones de la sociedad burguesa a la que pertenecía su familia, sobre todo en lo relacionado con las funciones excretorias. Es como si al niño Cela le hubiesen hecho avergonzarse hasta tal punto de sus deposiciones (¿otra vez la influencia inglesa?) que ahora no tiene más remedio que afirmarse, de manera ruidosa y escandalosa, como ser defecante. Que estamos ante una personalidad marcadamente anal parece fuera de duda.

Buena prueba de ello es el episodio del canario Viriato, ocurrido durante las evoluciones de la batería número 17 por Extremadura. A Cela y a su amigo y valedor Modesto los alojan en casa de dos "virtuosas cuarentonas largas, pechugonas, culonas, reciamente encorsetadas y de tan buen ver como holgada posición" que resultan, en realidad, pesadísimas. Dichas damas, que tienen, en una pequeña jaula, un canario amarillo, tratan a Cela y a su amigo a cuerpo de rey: jabón, toallas limpias, desayuno en la cama, buena comida. Hasta les vacían el orinal y les traen el periódico. Pero Cela se rebela. Empieza a tener ganas de estrangular a doña Secun y a doña Puden. Y decide irse antes de hacerlo. Modesto y él se escapan alevosamente, a altas horas de la noche, sin decir nada a sus anfitrionas, sin despedirse, sin darles las gracias. Y hay algo peor. Antes de cerrar la puerta, Cela, por razones que no confiesa, ejecuta un escarmiento: se baja los pantalones y defeca encima del teclado del piano, "no cagué normal sino medio descompuesto, ¡qué horror, imaginar a las dos señoritas despegando con su aguja de calcetar la mierda colada entre el do y el re y otras teclas!". Para remate, Cela se limpia el trasero con Viriato, el canario, "que se quedó rebozado y pasmado sobre la tapicería de seda del sofá". Terminada la ceremonia, nuestro cabo artillero baja la escalera de puntillas y cierra la puerta de un gran portazo".

¿Ocurrió realmente tal episodio? No sabemos. Lo significativo, de todas maneras, es no sólo que Cela decide contarlo o inventarlo, sino la manera en que lo hace. Al recordar aquella noche, el Nobel dice que siente vergüenza (olvidando que al principio del libro afirma nunca avergonzarse de nada), y que sabe que Dios es capaz de mandarle al infierno "para toda la eternidad" por haber cometido tal infamia. Pero no estamos en absoluto convencidos. (...)

En cuanto a la literatura, a la relación de Cela con la literatura, es extrañísimo constar que en estas memorias el Nobel apenas hable de sus lecturas, de los autores que admira (o que no admira). Es como si, en el fondo, la literatura realmente no le interesara gran cosa. Apenas nos dice nada, por ejemplo, de James Joyce y John Dos Passos, a pesar de su deuda para con ellos. De Joyce se limita a observar, al consignar que el escritor murió en 1941, que era "el irlandés que se alimentaba de whisky James Jameson, el hombre que dio un vuelco a la literatura". Pero de aquel "vuelco", de lo que significaba el autor de Ulises para él personalmente, ni una palabra. En cuanto a Dos Passos, Cela sólo apunta que en 1925, entre otros acontecimientos literarios, se publicó Manhattan Transfer. Y eso que, sin la novela de Dos Passos, no tendríamos La colmena, por lo menos tal como la conocemos.

Como crítico literario, de hecho, Cela deja mucho que desear. En Memorias, entendimientos y voluntades escribe que Antonio Machado es "el gran poeta sobrevalorado y deformado,

el hombre ejemplar con quien se ensañó la desgracia en vida y el irresponsable parasitismo de los pescadores en aguas turbias, una vez muerto y enterrado jamás en paz". ¿Quiénes, según Cela, han sobrevalorado a Machado? No lo dice. ¿En qué sentido se ha sobrevalorado a un poeta que Cela considera, con razón, "grande"? No lo dice. ¿Quiénes le han deformado? No lo dice. ¿Y quiénes son esos irresponsables que, una vez enterrado Machado, allá en Collioure, se dedicaron a pescar en aguas turbias? Tampoco lo dice. El irresponsable aquí es Cela, no los innominados parásitos que habrían abusado del poeta después de muerto.

Este no querer dar nombres es frecuente en el libro. En el episodio, por ejemplo, de Julián Marías, a quien Cela dice haber librado de una cárcel franquista después de la guerra. Marías, "quizás uno de los hombres más gratuitamente maltratados por el régimen de Franco", había estado con Cela en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid justo antes de la guerra, como vimos. El Nobel comenta ahora que, en la lista que nos proporciona de sus otros compañeros de aquel año, figuran los nombres de los dos delatores que traicionaron al futuro filósofo. ¿Nos dirá quiénes son? No: "Aunque quizás se lo merecieran por ruines prefiero no señalar cuáles dos de los españoles dichos fueron los denunciadores". Al no hacerlo, la sospecha puede caer sobre cualquiera de los nombrados, desde Luis Rosales hasta Alonso Zamora Vicente.

Para el delator que quiso ser Camilo José Cela, los otros delatores siempre le parecerán ruines.

El ojo del adversario

Hay un momento en Memorias, entendimientos y voluntades en que Cela, al narrar cómo le rompió un ojo a un adversario, un ojo pero, ¡cuidado!, no dos, declara: "Yo soy un gladiador y no un verdugo". Aquí tenemos una nueva pista para conocer al Nobel en su intimidad. Cela (que se jactaba de ser yudoca) se considera gladiador, quiere ser gladiador y quiere que le mentemos como gladiador. Es mucha palabra, gladiador, con su evocación de anfiteatros romanos y cruentos y públicos enfrentamientos cuerpo a cuerpo. Eso sí, públicos, a la vista de todos. Trasladado al terreno civil, ser gladiador es luchar con denuedo contra las circunstancias adversas, afrontar con energía las dificultades, triunfar. Y Cela dedicó su vida entera a triunfar. Lo dice claramente en Memorias, entendimientos y voluntades al recordar su lucha por no ser de Aduanas, por forjarse una vida propia: "Todo es cuestión de aferrarse a una idea o un sentimiento y no cejar ni un solo instante en el firme propósito de no abrir la mano jamás se debe luchar a brazo partido con las circunstancias, incluso contra las circunstancias la ocasión pasa siempre alguna vez ante uno; no siempre se puede asir, es cierto, pero sí se debe probar a hacerlo con aplicación".

Es extraño, pero en Memorias, entendimientos y voluntades

, Cela no explica que ha dedicado su vida entera a hacerse famoso. La búsqueda de la fama, en este mundo o para después, ha sido la obsesión de muchos creadores a lo largo de los siglos. No habría sido ninguna vergüenza para Cela declarar públicamente que la gloria siempre fue su meta, y tratar de explicar las raíces de tal obsesión. Pero en Memorias, entendimientos y voluntades no hay ninguna reflexión sobre ella. Es un silencio que hay que lamentar.

Otra decepción es lo poco que se nos dice acerca de cómo era realmente el Cela de veinte años en los momentos en que empieza la guerra. El contraste en este sentido con San Camilo, 1936 no podría ser más nítido, y lo veremos más adelante.

"Profesor de energía" ha llamado Francisco Umbral a Cela. "Profesor de voluntad" tal vez fuera una definición más certera. Por algo había sido lector fervoroso de Nietzsche. Y por algo cuando el rey Juan Carlos le nombró marqués de Iria Flavia, en 1996, adoptó como lema la contundente aseveración "El que resiste, gana", colgando alrededor del cuello de los dos unicornios de su escudo un medallón con la letra N (por Nobel). En la voluntad de ganar, de dominar su timidez, de triunfar y de seguir triunfando, podemos cifrar una de las claves esenciales, quizá la más esencial, del hombre Camilo José Cela Trulock.

El escritor, con traje de rayas y una barba florida, en 1957.
El escritor, con traje de rayas y una barba florida, en 1957.EFE

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