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Columna
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El Palacio de la Sabiduría

Rafael Argullol

La Biblioteca de Alejandría, la más célebre de la antigüedad, llegó a contener 700.000 volúmenes, de los cuales la mayor parte pertenecía al Bruchion, nombre del barrio donde estaba situado el edificio, y el resto se encontraba en una construcción complementaria denominada el Serapeum. El grueso de la biblioteca fue presa de las llamas cuando Julio César, cercado por los egipcios, incendió las naves enemigas y el fuego se propagó a todo el sector portuario de Alejandría. El Serapeum fue devastado en el año 341 bajo el reinado de Teodosio. La última y definitiva destrucción de la biblioteca parece que tuvo lugar al apoderarse de la ciudad el caudillo musulmán Amrú bajo las órdenes del califa Omar en el año 641.

El fuego ha sido el principal historiador, el que ha escrito la historia humana de manera más determinante

He pensado a menudo hasta qué punto nuestra idea del mundo antiguo hubiera sido completamente distinta de haberse conservado íntegra la biblioteca de Alejandría. De entrada, desde luego, variaría drásticamente nuestra percepción de la cultura occidental, puesto que lo que ahora denominamos tradición no son sino los restos de un inmenso naufragio en el que algunos libros, pocos, flotaron milagrosamente mientras la inmensa mayoría se hundió en profundidades definitivas. Nuestro canon espiritual es en realidad la parte más pequeña del tesoro, puesto que la parte más amplia de lo que fue escrito como filosofía, como poesía, como comedia o tragedia yace en los subsuelos del olvido.

Pero además, de haber pervivido a lo largo de los siglos la biblioteca de Alejandría, es muy probable que en ningún momento nos hubiéramos atrevido a separar, tan radicalmente como lo hemos hecho, Oriente y Occidente. En aquellas estanterías hoy puramente espectrales estaban depositadas posiblemente todas las pistas, allí estaban los caminos que conducían las ideas de un extremo a otro del mundo. El triple incendio debió de contribuir decisivamente a que los prejuicios y engaños se enredaran en nuestras raíces. Aquellos 700.000 volúmenes, con sus conexiones y complicidades espirituales, nos hubieran defendido de las tentaciones maniqueas.

Naturalmente es inevitable entender que la Biblioteca de Alejandría ardió al menos tres veces, con lo que se erigió en el testimonio más insigne de una verdad brutal: el fuego ha sido el principal historiador, el que ha escrito la historia humana de manera más determinante. Sin el fuego, y sin las armas, las ideas y los fanatismos que han propagado el fuego, nuestro pasado sería muy distinto y, por supuesto, también nuestro presente. Esto es asimismo válido, claro está, para los otros miles de bibliotecas quemadas a lo largo de los siglos. Si Borges soñó con la biblioteca universal que integrara todos los libros escritos, es inevitable pensar que la pesadilla de ese sueño sean las cenizas de la escritura esparcidas en un aire irrecuperable.

No pude dejar de pensar en los tres incendios de la Biblioteca de Alejandría cuando leí que había sido arrasada, también por el fuego, la de Bagdad el día 14 de abril, cuatro días después del sórdido pillaje a que fue sometido el Museo Arqueológico. Tenía como hermoso nombre El Palacio de la Sabiduría y algunos especialistas ya nos han informado, con impotente indignación, de lo que hemos perdido con la catástrofe. Por más que enumeremos listas enteras no será suficiente para calibrar el valor, asimismo simbólico, de esta nueva pérdida. Hay una coherencia secreta que hermana las heridas producidas a los cuerpos y a los libros, y bajo la barbarie acaban juntándose las cenizas de unos y otros.

Tampoco pude dejar de evocar la destrucción de El Palacio de la Sabiduría bajo el filtro de las destrucciones alejandrinas. Según las crónicas que han llegado a nosotros -o que yo conozco-, los fuegos de Julio César y Teodosio forman parte de la obscena naturalidad de la guerra. Qué puede importar el precioso trabajo del bibliotecario, el meticulosos afán del archivero, el riesgo que quizá corrió el transmisor o, allá en la lejanía del tiempo, la pasión del escritor ante la necesidad de un ataque o el despliegue de una estrategia. Creo que ningún militar -ni Julio César, escritor él mismo- cambiaría la perspectiva, por minúscula que fuera, de una victoria por la pervivencia de mil bibliotecas.

Lo que he leído, en cambio, del caudillo Amrú es más interesante por siniestro: remató la Biblioteca de Alejandría porque le parecía un agravio pecaminoso la existencia de otros libros que no fueran el Corán. No sé si la historia es cierta; pero, si lo es, Amrú compaginó muy bien la furia arrasadora de la soldadesca con la imposición -obviamente a sangre y fuego- de esa Gran Idea que excluye a todas las demás.

Que El Palacio de la Sabiduría y el Museo Arqueológico sobrevivieran a la sistemática rapiña de Sadam Husein y los suyos y hayan sucumbido después, bajo la ocupación americana, es sintomático de la nueva visión imperial. El Imperio Francés, desde Napoleón, el Imperio Británico o el Imperio Americano de hace unas décadas simplemente se hubieran incautado de las obras de arte en apoyo de la Razón y de la Ilustración: el Louvre, el British Museum y el Metropolitan Museum encierran las joyas del descomunal expolio.

Pero ¿para qué quieren Bush o Rumsfeld expoliar libros o esculturas?, ¿a quién le importa la Razón o la Ilustración, aunque sea para robar? No hace falta proteger El Palacio de la Sabiduría. En el mundo sobran libros. Como Amrú el piadoso, Bush tiene suficiente con la Biblia. Mejor, claro está, impregnada de petróleo.

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