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La capital del derribo

No hay mejor candidato para la explotación o el mal trato que un ser con la autoestima por los suelos. Y para mejorar la autoestima más vale potenciar las propias cualidades, por más nimias que parezcan, que cortejar inútilmente las de los demás. Según el novelista Francesc Trabal y sus alocados compinches, la ciudad de Sabadell tenía la gracia de carecer en absoluto de ella, y quizá por esto se dedicaron a provocarla incansablemente. Lo cierto es que ese rincón vallesano siempre ha tenido complejo de feo y, hundido como ha estado en la fabril producción, no ha hecho mucho para superarlo. En realidad todas las ciudades industriales tienen ese complejo porque, en el fondo, la belleza nunca ha sido una de sus virtudes, ni tan sólo una de sus prioridades, pues han sido creadas para rendir, cual animales de carga.

Como lugar habitable, la desgracia de Sabadell eran sus fábricas, con la polución y el ruido constante que ocasionaban, unidos a la imagen de infierno explotador estrechamente ligado a ellas; pero una vez liberadas de su servidumbre, bien se podían convertir en justo lo contrario, pues no hay espacio más versátil que una nave diáfana y luminosa. Algo parecido podía hacerse en sus viviendas obreras. Pero unas y otras, derribadas, han dado paso a enormes y anodinos bloques de viviendas, mientras el centro histórico se ha ido desnaturalizando y los pocos edificios con carácter emblemático se van desvaneciendo entre la indiferencia y la degradación. Obras de Antoni Puig Gairalt y Jeroni Martorell siguen sin estar catalogadas, lo que significa que tienen sus días contados, y hechos tan alucinantes como que en la Guia del patrimoni monumental i artístic de Catalunya, de Xavier Barral, editada en 2000, se describan edificios que hace más de veinte años que no existen, son de lo más cotidiano.

De vez en cuando se restaura algo, pero esto se utiliza como cortina de humo para eliminar mucho. Además se está imponiendo en la ciudad un nuevo tipo de restauración que hubiera puesto los pelos de punta al pobre John Ruskin, y consiste en derribar un monumento catalogado para reconstruirlo mejorado al gusto de la inmobiliaria o del concejal de turno. El malogrado Cine Imperial obra de Jeroni Martorell, considerado el cinematógrafo más antiguo de España, inauguró esa penosa modalidad y no valieron para salvarlo las quejas de los ciudadanos, unidas a las de medio mundo del cine -con algunas estrellas de Hollywood incluidas-. Le siguieron masías y fábricas que también formaban parte del catálogo patrimonial. Recientemente ha sido la llamada Casa del Comú, que se cayó sola en plena restauración ante el estupor de la ciudadanía y el menosprecio municipal. Y ahora le toca el turno a otra pieza catalogada, una singular torre reloj modernista del arquitecto Eduard M. Balcells. Desde un principio ya se pretendía trasladar esta torre para empotrarla en una de las fachadas de la nueva promoción inmobiliaria que se pelea con ella por el usufructo del terreno y, a la brava, se procedió a eliminar una parte y se dejó el resto resquebrajado. Un grupo de ciudadanos se levantó en contra y se paralizó el desastre. Pero, como Freddie Kruger, el letal traslado reaparece, y lo más interesante es que está implicado Rafael Moneo, coautor del nuevo proyecto inmobiliario, pues tanto él como los promotores y las autoridades prefieren la torre situada en el centro de los nuevos edificios; seguros como estaban todos, de poder derribarla, no se preocuparon de adaptar la moderna construcción al monumento existente.

Quizá el único mecenas que ha tenido la ciudad sea Feliu Antúnez, un pequeño vendedor de gaseosas que, en 1910, quiso reconvertir su minúsculo y provisional chiringuito, situado en plena calle, en un majestuoso y estrafalario quiosco modernista muy acorde con Gaudí y hasta con Domènech i Montaner. Antúnez encargó su capricho a Josep Renom, entonces arquitecto municipal; no reparó en gastos y le dejó trabajar a sus anchas, lo que significó un aumento desmesurado del presupuesto. Fue la cons-trucción más espectacular de la ciudad, muy querida por la gente, objeto de cartas postales y, sin duda, un edificio que hubiera constado en todas las guías del modernismo catalán. Después de usarlo 15 años, el propietario lo regaló orgulloso al municipio, pero no habían pasado 15 más cuando el primer alcalde franquista mandó derribarlo para construir encima el paseo de Primo de Rivera. Este desprecio por lo construido ha pasado de alcalde en alcalde hasta la actualidad, traspasando cualquier ideología. Las campañas populares para reivindicar la preservación de edificios -las ha habido sonadas- han fracasado siempre, hasta el desánimo general. La llegada de la democracia no mejoró en absoluto la situación y no deja de ser sintomático que ese primer alcalde totalitario aún ostente placa, monumento y nombre en una de las plazas más céntricas de la ciudad.

Las nuevas promociones de viviendas cogen el nombre prestado de las antiguas fábricas arrasadas y el único elemento que se deja en pie son las chimeneas que, inútiles, descontextualizadas y solitarias, presiden los patios vecinales cual extraños falos de ladrillo, como símbolos de procreación, monumentos muy adecuados para un lugar con vocación de ciudad dormitorio. Eslóganes de un absurdo optimismo colectivo invaden las tapias y los andamios mientras los ciudadanos no paran de coleccionar postales antiguas y lamentarse en silencio. Construïm Sabadell amb tu, Aquí també farem Sabadell, Construïm les teves il.lusions, Centra't a Sabadell, Aquí s'estan fent la casa trenta nou famílies se confunden con los de parecido talante que propone el Ayuntamiento en vulgares chirimbolos y marquesinas de alquiler. Y es que, forzada a un proceso de autofagia aguda, Sabadell a lo mejor ya no existe; como un patito feo -no el del célebre cuento, sino el de otro más triste-, ha muerto sin haber llegado a tiempo de convertirse en un cisne.

Josep Casamartina i Parassols es historiador del arte.

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