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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

'Forever young'

La juventud se mide en la flexibilidad del cuello. Lo leí una vez y me quedó grabado. Desde entonces realizo unos ejercicios destinados a asegurar la jugada. El cuello lo tengo flexible. Pero...¿y el resto? Cuando perteneces al gremio de la música pop, permanecer joven puede convertirse en una obsesión. Keith Richard acostumbra a burlarse del complejo de Peter Pan de su viejo camarada Mick Jagger. Hace poco leí en EL PAÍS una entrevista a Phil Collins en la que declaraba 1) ser amigo de Sting y 2) que su amigo a veces encajaba patéticamente mal lo de hacerse mayor. Con amigos así, ¿quién necesita enemigos? Peterpánico: dícese del miedo a envejecer de las estrellas del rock.

La mejor manera de ganarle la batalla al tiempo es no preocuparse por su paso. Es fácil decirlo; vamos, que la teoría está chupada. En la práctica hay que currárselo un poquito más. Otear el horizonte que se adivina detrás de la bruma, intuir tesoros en la arena y olfatear sorpresas en el aire, por ejemplo, son recursos que funcionan mucho mejor que dormir en formol. La urna de formol es la clase de solución por la que suele optar Michael Jackson, pobrecito. Ser capaz de entusiasmarse por el futuro es más saludable y huele mejor.

Aunque parezca mentira, por encima del paseo de la Exposició hay un minúsculo pueblo de campo colgado de la ladera de Montjuïc

Barcelona tiene eso. Llevo 25 años viviendo aquí y todavía sigo descubriéndola. El otro día asuntos privados me llevaron a remontar la calle Nou de la Rambla. Donde termina, en el paseo de la Exposició, hay una bonita torre en la que funciona un albergue transitorio (cuatro horas, 21,20 euros). Ahí mismo, pegadito, está el bar Primavera. Vayan, amigos, ahora que llegó la ídem, y siéntense en el patio, rodeados por las frondosas y cuasi-selváticas macetas. Orientando bien la silla sólo se ven las plantas del bar y las de Montjuïc. Pasan pocos coches. Es un oasis de inocencia bucólica a 600 metros del bullicioso Paralelo.

Entre el bar Primavera y el hotel para parejas hay un estrecho pasadizo, un sendero silvestre que se interna en la falda de Montjuïc y culmina en la chabola de un vagabundo. Cuando -ávido de aventura- me escurrí hasta la mismísima puerta, el señor de la mansión campestre parecía no estar en casa.

Volví sobre mis pasos, excitado, y decidí darme un paseíllo por la zona. ¡En buena hora, hermanas y hermanos, en buena hora! Lo que sobrevino me quitó 10 años de un plumazo, por tanto que me hizo creer en el poder de lo inesperado para iluminar un día cualquiera.

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Continuando por el paseo de la Exposició -como quien se aleja del mar- torcí hacia arriba por la calle de Margarit y me metí por un callejón llamado Camí Antic de València. Barcelona desapareció por arte de magia. Avancé entre muros de piedra -como los de alguna villa pirenaica- y desemboqué en la calle de Blasco de Garay. Iba bien encaminado. Subí un poco más y allí estaba el tesoro, el milagro, el espejismo: ¡la calle de Julià! Casas bajas con jardín de principios del siglo XX (o finales del XIX), árboles frutales, perros, gatos y niños jugando en la calzada, rejas de hierro forjado, vistas panorámicas, ni una tienda. El islote encantado abarca las mencionadas calles más la de Cariteo y los pasajes de Serrahima y Martras. Aunque parezca increíble, a cinco minutos del mogollón hay un minúsculo pueblo de campo colgado de la ladera de Montjuïc. Es un pueblo fronterizo: al otro lado está el Teatre Grec. No creo que sus habitantes paguen la entrada para disfrutar de los espectáculos: sólo hay que acercar una caja de cerveza al muro y... ¡hala!

Embriagado por el hallazgo y aligerado por los 10 tacos de menos, troté de un extremo al otro del idílico rincón buscando una chispa especial en los ojos de los lugareños. Como era de esperar, encontré el mismo brillo que hay 100 o 200 metros más abajo, en el corazón de Poble Sec. No me desanimé. Llegado el momento de regresar a la civilización, me dejé caer por Blasco de Garay y -de inmediato- me topé con otras dos poderosas razones para el optimismo: la plaza del Sortidor y el restaurante del mismo nombre. A esas alturas ya estaba del todo entregado a la magia rejuvenecedora que me envolvía y me arrastraba cual dulce torbellino. Iba de una agradable sorpresa a otra como quien cruza un arroyo cantarín saltando sobre las piedras.

El restaurante El Sortidor tiene el mismo aspecto que tenía en 1908: maravilloso. Cuando Joan Manuel Serrat era un niño que vivía en la calle del poeta Cabanyes, sus padres lo mandaban allí a por hielo o vino. Hoy lo regenta un trotamundos turinés llamado Claudio Gennaro. Cocinero de profesión, amasa pasta fresca con sus propias manos y ofrece menús mediterráneos tan deliciosos como asequibles. El Sortidor también es un café en el que apetece pasarse horas charlando o leyendo. Las dos paredes que dan a la plaza son cristaleras de colores; tiñen la luz que entra y la mirada que sale. Yo lo veía todo rosa: ya no habría más guerras y todos viviríamos -frescos, lozanos y rozagantes- hasta aburrirnos.

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