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La temida implosión espiritual

En estas semanas de "temblor y temor", más allá del lamentable partidismo de guerra o paz, hemos percibido a todo un pueblo mundial, global, recorrido por un miedo que se sitúa en la inminencia de una mutación profunda, algo que trasciende los desórdenes normales de un mundo que lucha por el orden.

Millones de hombres comunes, de buena voluntad, sienten que en su Occidente se está cerrando una etapa en la que, de algún modo, hemos evitado la catástrofe nuclear y, mal o bien, hemos logrado preservar cierto respeto de las soberanías nacionales y del diálogo internacional, pese a la creciente debilidad de las Naciones Unidas. Los poderes dominantes todavía respetan los gobiernos y las intervenciones se hicieron más o menos subrepticiamente, o con culpa, ante el no negado Principio de No Intervención, pilar maestro de la filosofía de las Naciones Unidas.

Pero en el último lustro hemos vivido la creciente violación de las normas del Derecho Internacional. Una corriente de prepotencia arrasa con los principios laboriosamente edificados desde 1945 y que de algún modo son el resultado de un humanismo que fundamentaron admirablemente pensadores y tratadistas, preferentemente anglosajones. Hoy toda una moral internacional entró en crisis y el mundo entero, salvo algunos estrategas ilusos, teme el paso hacia la voluntad de poder descontrolada. Hacia la voluntad del más fuerte, hacia la razón del militarmente poderoso.

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Después de Kosovo, de Panamá, del bombardeo de la infraestructura de Yugoslavia y de la cacería infructuosa de Bin Laden, sentimos que la ONU, aspiración y flébil realidad para garantizar una verdadera democracia internaciones, está confrontada a un momento decisivo, ante su hora de la verdad, por el ataque a Irak decretado por la potencia, o prepotencia, sobreviviente.

Estados Unidos, hasta ahora una relativamente benigna república imperial, ingresa visiblemente en la etapa terminal de la sinrazón imperial. Identifica el poder militar con la misma razón y se dispone a crear una nueva circunstancia internacional basada en códigos nacidos de la fuerza. Paul Kennedy, en su Ascenso y caída de los grandes imperios, comparó -vaticinó- para Estados Unidos una jactancia similar a la que acelerara la decadencia de los Austrias y de España en el siglo XVII: la extensión militar global no iba acompañada de renovación cultural y económica, hasta que la gigantesca cáscara implosionó en pura decadencia.

Hay temor mundial por un salto hacia el vacío. Y hay repulsión ante la sinceridad bárbara de los estilos que se usan. Se le ha exigido a Irak, casi con sadismo de celador de internado, y con amenaza de exterminio, lo que se pasa por alto en casos reconocidos de violaciones flagrantes de las resoluciones de las Naciones Unidas. La asimetría indigna e invalida toda pretensión de justicia. Sabemos que la sistemática y cotidiana demolición de Palestina es el mayor revulsivo antioccidental, desde Marruecos hasta Indonesia, a lo largo de todo el islamismo. No hay adolescente del vasto islam que no preconice represalias terroristas o no tenga a Bin Laden como héroe generacional indiscutido. La guerra desencadenará el más terrible terrorismo individual y casi espontáneo que hemos conocido. Alguien está rompiendo los viejos sellos de los cartapacios cerrados en Lepanto y puede hacer realidad las sombrías premoniciones del profesor Huntington. Por impericia y frivolidad está por estallar una confrontación basada en el desprecio religioso.

Nada agobia más al buen sentido que la paradoja flagrante: el país que tiene todas las armas de destrucción masiva sigue privilegiando presupuestos armamentistas desmesuradamente. A la vez, exige que los casi desarmados, inexistentes ante su poderío, se desarmen y renuncien a toda forma de defensa eficaz, e incluso a la modesta disuasión. Para colmo, si después del episodio de gendarmería internacional abusiva, el gendarme pretende quedarse con el almacén petrolero, la alarma internacional no tendrá límites.

Pensemos, por ejemplo, en Brasil, en Argentina, en toda Suramérica. ¿No podría alguien imponerle a Brasil códigos de uso, cuidados o limitaciones sobre los grandes espacios amazónicos productores del 80% del oxígeno mundial? Con las esenciales reservas de agua dulce de Argentina podría pasar algo similar. Y con sus espacios patagónicos. Y con las pesquerías del Atlántico sur, con las reservas de agua de la Antártida, con el petróleo de Venezuela.

Si se rompe el juego, si Occidente implosiona y deja desmoronar su estructura de valores, ¿qué país o rica región no buscará armarse, y crear nuevas alianzas más allá de la esfera tradicional y del statu quo más o menos vivible que habíamos intentado consolidar? Si Occidente es esto -otro fascismo militar-, entonces sería mejor intentar algo por otra parte... Sin un serio programa mundial de desarme realizado por la ONU, que empiece por Estados Unidos y los más armados, el mundo no tendrá salida en este tema. Todas las negociaciones resultan y resultarán hipócritas, hasta para los diplomáticos que deben protagonizarlas. En estos meses el señalado e inequitativo disparate se activa: la superarmada superpotencia pasa de lo potencial al acto, a la guerra. El gendarme internacional, autonombrado para el cargo, nos informa en la misma ONU que no necesita códigos. Entra en acción y nos recuerda la pregunta dramática que se formuló el poeta Ovidio en la Roma imperial: Y ahora, ¿quién custodiará al custodio?

Al miedo de tantos millones alrededor del mundo se agrega la indignación callada que provocan estas teleguerras tecnotrónicas en las que cada vida de los "soldados del bien" se preserva con la muerte de centenares de muertes calculadas. Es la táctica amoral de la tierra arrasada preventivamente. Se trata de la cobarde demolición nocturna causada con bombas y misiles inteligentes. Algo nuevo y profundamente inmoral transforma la guerra tecnológica en carnicería de ablande.

Sentimos que Occidente retorna a su Edad Media política. El atentado de las Torres Gemelas es ya un hecho menor ante la autodemolición política de una Europa que muestra una verdadera crisis de civilización. En vez de ingresar en un siglo nuevo con búsquedas e iniciativas de paz y progreso, el motor anglosajón arrastra a Europa a un primitivismo de mero poder militar. Occidente se transforma en tigre para combatir al tigre (digamos). Pone en evidencia ese morbo de nihilismo, de vacío, denunciado ya por Nietzsche y que es tan mortal como ese temido ántrax de la propaganda histerizante. Occidente fue traicionando sus propios valores y su espíritu. Ha sometido los principios ancestrales, la dimensión religiosa, poética y generosa de su tradición, a un pragmatismo oportunista, a esta mezcla agobiante de mercantilismo y tecnología.

El caso de Irak, punto límite del salto a la ilegalidad internacional, es como uno de esos espejos mágicos que abundan en Las mil y una noches. Pone en evidencia algo mucho más grave que la realidad inmediata. Muestra un Occidente deforme, a punto de una implosión de proyecciones incalculables en lo político y en lo económico. Un Occidente que se ocupó de todo lo externo, menos de su enfermedad espiritual, su nihilismo recubierto de heladeras, ordenadores y proezas extraatmosféricas.

Este Occidente que muchos gozamos a regañadientes, con su mercantilismo amoral en el que todo se compra y todo se vende, que remata la libertad de prensa y de información en acomodos interempresariales, la sustitución hipócrita de los principios por la eficacia inmediata, donde todo nos tira hacia lo exterior, hacia la transacción indebida, hacia la ley del más fuerte, donde la libertad individual ya es, más o menos, el espacio de conciencia que nos queda entre meternos en la cama y adormecernos, ¿qué puede producir sino tropelías terminales como la que nos indignan en Irak?

La Nada, esa matriz nihilista que obsesionaba a Nietzsche, hoy invade todos los ámbitos.

Abel Posse es novelista y diplomático. Su novela más reciente es El inquietante día de la vida.

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