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Cita en Samarra

Fernando Savater

Cuentan los que saben (pero Alá es más sabio) que cierto día, en Bagdad, un criado acudió al Califa de los creyentes. "Señor, acabo de encontrarme con la Muerte en la plaza del mercado y me ha hecho un gesto amenazador. Creo que viene a buscarme. Permíteme huir a Samarra, donde tengo familia, para esconderme y que no me encuentre. El Califa concedió el permiso y su criado partió de inmediato hacia Samarra. Poco más tarde, paseando por su jardín, el Califa se encontró con la Muerte y le preguntó: "¿Por qué has amenazado a mi criado?". La Muerte repuso: "Mi gesto no fue de amenaza, sino de sorpresa. Me extrañó encontrar por la mañana a tu criado en Bagdad porque tengo cita con él esta noche en Samarra".

Allí mismo, en Samarra, los marines acaban de rescatar a unos cuantos soldados norteamericanos prisioneros de los iraquíes. Es uno de los últimos episodios de esta guerra relámpago (pero el hermoso relámpago es la parte visible del rayo, que es mortífero y cruel), cuya posguerra parece que va a ser más problemática y quizá dañina que las operaciones bélicas propiamente dichas. He leído con atención los razonamientos que justifican o excusan la invasión de Irak por parte de la coalición anglo-americana, expuestos por intelectuales cuyos análisis frecuentemente comparto y de cuya probidad no dudo: Emilio Lamo de Espinosa, Michael Ignatieff, Adam Michnick, Michael Waltzer o Pascal Bruckner. Sinceramente, no han logrado convencerme de que fuese imprescindible o ni siquiera recomendable. A diferencia de la primera guerra del Golfo, ésta no me parece necesaria ni, desde luego, creo que cumpla los debidos requisitos formales de legalidad internacional; a diferencia de la de Kosovo, creo que ésta tampoco es legítima por urgencias éticas. Las razones esgrimidas para aceptarla eran increíbles o frágiles: por ejemplo, la existencia de armas de destrucción masiva. Desde el comienzo todo pareció indicar que Irak sería invadido no porque hubiese armas, sino precisamente porque, como no las había, la invasión resultaba muy factible. Que Sadam Husein y sus compinches constituían un peligro es indudable, pero un peligro sobre todo para los propios iraquíes, no ahora para los países limítrofes ni, desde luego, para Estados Unidos o para Europa. Es difícil aceptar que para rescatar del dictador a los iraquíes lo mejor fuese bombardearles y destruir sus ciudades. Y resulta evidente que poner en entredicho la credibilidad de la ONU o fomentar la desunión en Europa son riesgos mayores para las potencias occidentales que el representado por el tiránico Sadam.

Lo peor, con todo, no es que los motivos explícitos de la guerra sean falsos, sino que los auténticos que podemos intuir tras ellos resultan muy alarmantes. Los atentados del 11 de septiembre han convencido a la actual Administración norteamericana de que debe reorganizar el mundo a su imagen y conveniencia, sin dejarse lastrar por consideraciones multilaterales que tomen en serio la pluralidad de intereses legítimos que hoy deben coordinarse para que la sociedad planetaria alcance la seguridad a través de cierto equilibrio justo. Una vez creímos que el gran proyecto político del siglo XXI -liquidada la tensión de la guerra fría- era consolidar y hacer efectivas en todos los campos las instituciones supranacionales inventadas en el XX, tan deficitarias en sus resultados como prometedoras en su invención. Pero, por lo visto, el gobierno de los que gobiernan a Bush prefiere acelerar su liquidación por derribo, reduciéndolas a un papel humanitario optativo y mendicante, mientras sustituye los espacios políticos internacionales por los consejos de administración de las grandes corporaciones y el estado mayor del Pentágono. La mayor fuerza militar de la historia no parece dispuesta a apoyar la extensión universal de la democracia y sus derechos, sino la autoafirmación imperial de unos intereses particulares que será obligatorio para todos identificar con el progreso de la humanidad. El panorama no puede ser más inquietante...

Que muchas personas en todo el mundo han sentido esa inquietud es evidente cuando se contemplan las enormes manifestaciones contra la guerra celebradas en casi todas partes. Sin duda es un buen síntoma cívico que las haya habido (como lo es que se produzcan movimientos críticos de la globalización, por ejemplo), ya que un sistema democrático automáticamente adquiescente queda privado de su mejor sustancia política. Pero la intención que cabe suponer a esas protestas -siempre es preferible ver multitudes ocupar las calles para pedir la paz en lugar de para secundar la guerra- es más prometedora que los lemas y contenidos que se han hecho explícitos en ellas. Declarar la maldad de las guerras y de las armas satisface la coquetería del alma, pero no obliga a la inteligencia a ningún ejercicio agotador. De hecho, ni siquiera exige considerar a fondo la relación entre cómo vivimos o qué valores tenemos y las matanzas del pasado, así como tampoco cuál es la defensa adecuada frente a quienes amenazan lo que apreciamos no desde la santidad, sino desde formas peores de despotismo.

Si queremos tener una imagen clara de cómo está el mundo en el plano internacional, la Bagdad ocupada -la de los saqueadores sin escrúpulos, los marines apáticos, preocupados sólo por su autodefensa, y la ayuda humanitaria boicoteada- nos ofrece una metáfora adecuada. Vivimos en una Bagdad global y planetaria, aunque en el mejor de los casos nuestros países gocen internamente de los beneficios del Estado de derecho... y de las fuerzas jurídicas y policiales que los garantizan. Al ver en televisión cómo las mafias depredadoras o los desesperados operan en la ciudad sin ley, mientras los damnificados y los débiles padecen las consecuencias de ese desorden, exigimos (sin saber del todo a quién) que "alguien haga algo". Bagdad necesita una fuerza policial que permita reconstruir su ritmo vital pacífico y sus libertades conculcadas: leyes que protejan y garanticen, así como "alguien" que por medio de una coacción justa proteja y garantice el cumplimiento de esas normas. A escala mundial, necesitamos lo mismo. Es precisamente eso lo que prometieron las instituciones supranacionales sin conseguirlo, ni en Irak, ni en Palestina ni en tantos otros lugares. Y aprovechando el vacío de poder de tales instituciones, que para ser atendidas requieren cobrar impuestos y poseer un ejército verdaderamente disuasorio, actúa hoy en su beneficio la coalición imperial. No basta patalear contra ésta, es imprescindible también proyectar cómo va a conseguirse que funcionen de verdad aquéllas.

En nuestro país, gran parte de la población se siente soliviantada por la manera obcecada y arrogante que el Gobierno ha tenido de secundar la intervención anglo-americana. Quizá sea por mi carácter colérico, pero no estoy convencido de que siempre convenga una "democracia sin ira": me parece que a veces la indignación puede ser también profundamente democrática e incluso una forma de salud cívica. El Ejecutivo de Aznar ha comprometido sin verdadera necesidad la armonía ciudadana de un Estado con un serio problema interno de terrorismo totalitario y una frágil convicción unitaria. No alcanzo a ver lo que ganamos con esto, pero me resulta obvio lo que ya estamos perdiendo. Sin duda, comparar el amparo a los crímenes etarras con el apoyo a la guerra de Irak es un abuso, dado el carácter incontrovertible de las leyes nacionales frente al evanescente y discutible de las normas internacionales. Pero la miseria política y moral de quienes se agarran a estos paralelismos no excusa a los gobernantes cuya imprudencia los ha propiciado. La democracia española ha sido expuesta al trance de verse deslegitimada por quienes no quieren (ni sabrían) mejorarla, pero se aprovechan de las grietas que pueden fracturarla. Como muestra, un botón basta: Euskaltelebista niega su apoyo a la campaña de las instituciones alavesas que promociona el Estatuto y la Constitución, por considerarla "propaganda política", pero publicita la página web del Gobierno vasco en que se ofrece la posibilidad de protestar contra la guerra de Irak. Como en la Bagdad invadida y bombardeada, florece tenebrosamente la cara dura mafiosa... ¡y con certificado ético de buena conducta!

Como en el cuento de Las mil y una noches, la Muerte ha hecho su señal a nuestra civilización injusta y satisfecha, pródiga en buenas palabras que nadie intenta hacer cumplir aunque muchos estén dispuestos a protestar cuando no se cumplen. Pero recordemos que es inútil intentar huir a Samarra para evitar a la muerte, porque es allí donde verdaderamente nos espera cuando caiga la última noche.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Complutense de Madrid.

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