Un callejón sin salida
Una búsqueda quimérica de lo absoluto: así ha definido la poesía Josep Palau i Fabre (Barcelona, 1917), autor de Poemes de l'Alquimiste, el libro que reúne la lírica completa de este dramaturgo, narrador, ensayista y reconocido estudioso de Picasso. Junto a diversos materiales inéditos, en dicho volumen, que apareció en París en 1952, encontraron acomodo títulos que había ido editando clandestinamente entre 1943 y 1946. Posteriores ediciones reestructuraron el material hasta dejarlo como está aquí, ahora con las versiones del propio autor, algunas de las cuales había adelantado en una antología de 1979.
El núcleo del volumen está arropado por diversos prólogos y apéndices, en los que Palau proclama sin enfatismo -esa naturalidad asusta- su misión de ungido para alumbrar la noche y la vida interior, y devolver la voz a la Cataluña desaparecida: "Tengo la triste impresión de haber sido, en Cataluña, y posiblemente en Iberia, el instrumento más consciente de esa fatalidad", escribe en 1950; y en 1977: "El genio de mi país [...] se me revelaba en aquel momento agónico, pidiendo sobrevivir en mí". El titanismo desconoce la modestia y a veces toca en la megalomanía, pero su fiera determinación deslumbra.
POEMAS DEL ALQUIMISTA
Josep Palau i Fabre
Traducción del autor
Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores. Barcelona, 2002
416 páginas. 16,83 euros
Palau conecta con la van-
guardia, si bien en línea menos imaginativa que J. V. Foix. Sus primeros poemas, mecidos en metros cortos y con campanilleo de rimas, remiten al Lorca joven, así como a la tradición cancioneril tardomedieval, lejos del garcilasismo y de su contestación tremendista, pero también del evangelio marxista "según san Lukács", al que alude Juan Goytisolo en un prólogo recocido y recosido, donde habla más de sí mismo que de Palau.
Su rauda evolución fue guiada por su voluntad de conectar la tradición alquímica de la experimentación verbal con una modernidad furiosa, opuesta a la noucentista escuela del juicio (el seny). En Beatus ille... invierte el tópico de la dorada medianía de Horacio o Du Bellay ("Heureux qui, comme Ulysse..."), y defiende la ebriedad y la locura, la bretoniana belleza convulsa, el revés del héroe de Carlyle. Cáncer, editado en 1946, es un Rubicón moral y estético concretado en la explosión sexual contra las mascaradas de la cultura ("el hombre no llora por los ojos, / sí llora por el sexo"). Poemas como Idilio son de un expresionismo feísta casi feroz. En ese vértigo autodestructivo emergen, antes de tocar fondo, temas de sus inicios, como el de la rosa, a la que dedica dos poemas que marcan la distancia que va de Juan Ramón a Artaud. Precisamente el contacto con Artaud y con Picasso, la locura y el genio, le da las claves para entender la crisis de identidad del sujeto, con antecedentes en Rimbaud, y en el terreno de la lírica lo sitúa en el atzucac o "callejón sin salida". Una vez allí, ya sólo le cupo abandonar la poesía y orientarse hacia el teatro, el género que mejor acoge a ese yo hecho añicos.
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