Tánger, el desconcierto de un vecino
El Marruecos más próximo a España por cultura y geografía critica el papel de Aznar en la guerra, pero agradece el rechazo popular
Sólo queda una mesa vacía en el café Le Claridge. Youssef Damou, un abogado de 34 años, nacido en Tánger (Marruecos) y padre de dos hijos, se sienta y pide en voz baja un zumo de naranja. No hay ni una mujer en el local, sólo hombres solos y silenciosos con la mirada clavada en el rincón del televisor. Siguen llegando imágenes de la tragedia en Bagdad. "¿Se ha dado cuenta?", pregunta el abogado, "¿de que apenas se ven extranjeros por las calles, de que los hoteles están prácticamente vacíos? Los turistas tienen miedo. Quizás piensan que nos parecemos mucho a los que mueren en Irak, que hablamos la misma lengua y rezamos de la misma manera. Pero se equivocan. No es odio lo que el pueblo marroquí siente estos días hacia los occidentales, sino todo lo contrario. Sentimos agradecimiento. Déjeme que se lo explique".
"Quizá por primera vez, hemos sentido al pueblo europeo como nuestro aliado"
La explicación del abogado Damou se parece mucho a la del médico Bakkali y a la del maestro El Abbouch. "Hay mucha emoción en la calle", relata el abogado, "lo puede corroborar usted mismo preguntándoselo a cualquiera. Los marroquíes hemos visto en televisión cómo los americanos han atacado ilegalmente Irak, han matado a hermanos nuestros en una guerra sucia e inmoral. Pero, de forma simultánea, hemos visto manifestarse contra la guerra a los españoles, a los franceses, a los ingleses... Hemos sentido, quizás por primera vez en la historia, al pueblo europeo como nuestro aliado".
Chakib Bakkali, el médico, subraya: "Esto que está sucediendo en todo el mundo puede ser el principio de una nueva solidaridad internacional. Los europeos, que pueden manifestarse con total libertad en contra de sus Gobiernos, lo hacen por nosotros, que aún no estamos en condiciones de hacerlo. Y se lo agradecemos. Nos ponemos contentísimos. Nunca los turistas se han podido pasear más tranquilos por las calles de Tánger".
Al menos en el norte de Marruecos, todo el mundo distingue entre la postura del Gobierno español -"¿por qué Aznar apoya la guerra?", preguntan unos y otros- y la de los ciudadanos. La información que tienen los marroquíes de España es inversamente proporcional a la que manejan los españoles sobre Marruecos.
Si alguien lo sabe bien es Bakkali, el médico. Estudió en Madrid, está casado con Charo Castillo, una española que cada día viaja de Tánger a Ceuta para trabajar en la Administración, y pertenece al partido socialista. Es un hombre culto y amable, que no termina de entender por qué los españoles se empeñan en vivir tan de espaldas a sus vecinos de la otra ribera. "No hay hogar en Tánger", cuenta Bakkali, "donde no se sintonice la televisión española. Sabemos qué pasa allí en cada momento, los nombres de los políticos y lo que piensan sobre éste u otros asuntos; dígame usted, ¿cuántos españoles conocen realmente lo que pensamos los marroquíes, lo que pasa aquí en Marruecos? Y teniendo en cuenta que somos un país árabe, y que vivimos a sólo 14 kilómetros de su frontera..., ¿no le parece que a lo mejor les convendría saberlo?".
El médico Bakkali y el maestro El Abbouch están preocupados por que ese desconocimiento pueda llevar a equívocos. "Cualquier occidental mal informado", explica el médico, "que vea por televisión a un marroquí gritando 'Alá es grande' puede pensar que es un extremista, y no es así. El pueblo llano, que no ha estudiado, que es prácticamente analfabeto y que aquí en Marruecos es mayoría, no sabe lo que es la democracia, no sabe lo que es la dictadura, ¿qué sabe? Sabe que somos musulmanes, que es nuestra identidad, y sabe también que nos agreden y nos quitan nuestro pescado, nuestros fosfatos... Por eso, cuando se quejan, gritan 'Alá es grande'. Pero nada tiene que ver con el islamista político y extremista. Es el pueblo llano, que no sabe decir Marx, ni sabe decir justicia, ni derechos humanos, sólo sabe decir 'Alá es grande', pero el objetivo es el mismo".
Esa cuestión inquieta especialmente a Mohamed El Abbouch. Este profesor de 37 años vive en el barrio de Benimakada, allí donde los turistas nunca llegan. Los chavales a los que enseña son carne de cañón del islamismo más radical. "A ciertas edades", explica El Abbouch, "los jóvenes necesitan pertenecer a algo. Si todo fracasa a su alrededor, si no tienen futuro, ni siquiera un club de fútbol en el barrio, necesitan pertenecer a algo, engancharse a algo o a alguien que les dé una identidad. Si estuvieran en el Bronx se integrarían en una banda, pero están aquí, y los únicos que les hacen caso son los integristas".
"Por si fuera poco", tercia el médico, "aquí los integristas siempre encuentran apoyos. O del Estado, que los utiliza eventualmente para contrarrestar la fuerza de los partidos políticos, o de Arabia Saudí, o de la ignorancia de la gente, que les entrega sus limosnas a cambio de la entrada en el paraíso. Por eso pueden comprar a las familias pobres regalándoles un cordero o haciéndoles la fiesta de la circuncisión. Al contrario que nosotros, los demócratas de los países del Tercer Mundo, que no encontramos apoyos de ningún tipo. Intentamos conectar con los partidos españoles o franceses y nada. El primer mundo practica la democracia dentro de sus fronteras, pero cuando sale fuera se convierte en un lobo feroz que sólo quiere el botín. Es muy triste, pero es así".
El profesor baja la voz para contar una experiencia personal: "Tengo una fotografía en mi casa con los amigos de la infancia. Uno de ellos se fue de aquí hace unos años. Vivió en Madrid, en Roma, en Londres. Una vez que volvió, iba vestido con un tanga, llevaba el pelo a lo europeo; se había occidentalizado hasta perder toda su historia, sus raíces, su personalidad, su infancia. He sabido por mi madre que murió en Tora Bora, en Afganistán. Créame si le digo", y mientras lo hace Bakkali, el médico, asiente, "que Al Qaeda es un producto de occidente. Si se fija, los terroristas de Al Qaeda capturados o muertos en los atentados contra las Torres Gemelas habían vivido un tiempo en Europa o en Estados Unidos. Llevaban allí cinco años, 10 años... Habían probado la humillación, el desprecio que yo mismo he podido probar cuando he paseado por algunas calles de Madrid".
El avión vuelve de Tánger medio vacío. Uno de los pocos pasajeros, Omar Bourse, trabaja para una empresa española, disfruta de una situación económica holgada y también coincide con los otros entrevistados en que la situación en su país no es grave, pero sí delicada. "Como siempre decís los españoles", bromea, "Marruecos es una bomba de relojería que nunca va a explotar".
Tampoco él entiende por qué el Gobierno de España, de un tiempo a esta parte, vive de espaldas a su país. "Mire", dice cuando el avión ya corre por la pista del aeropuerto de Barajas, "a eso se referían mis compatriotas de Tánger cuando le hablaban de humillación".
Un furgón de la policía española se acerca al avión de Iberia. Cuando se abren las puertas, un agente dice a la azafata: "Que todo el mundo salga con el pasaporte en la mano". Omar Bourse, que va y viene de Marruecos con cierta asiduidad, no se termina de acostumbrar. "Soy ingeniero", se despide, "pero ahora el agente me mirará de arriba abajo, como si viniera a robarle la merienda".
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