El caso de la mujer soldado
En medio de la marabunta obscena de la violencia y el dolor que cada día nos asalta en las imágenes omnipresentes de la guerra o de la posguerra, hay un pequeño detalle que no debería pasar desapercibido: la presencia, entre las tropas norteamericanas y británicas, de las mujeres soldado. El show, hace unos días, del rescate militar de la soldado Jessica Lynch -miembro de una compañía de mantenimiento y gravemente herida en combate- de un hospital iraquí la convirtió en heroína de los medios globales. Ahí quedó su presencia para la historia: ¿inocua?
La soldado Lynch es de un pueblo pequeño de Virginia occidental llamado ¡Palestina!, tiene un hermano militar y otra hermana a punto de enrolarse en el ejército. Ella misma, premiada con una beca para ser maestra, y su familia son ejemplo del patriotismo que predica Bush y las crónicas han visto en ella "el símbolo de una nueva generación de mujeres soldado que los americanos descubren hoy en el frente de la guerra" (Le Monde, 4 de abril). Desconozco cuántas mujeres están combatiendo en esta guerra como soldados, pero al parecer son las suficientes como para que se hable seriamente de "una generación". De ser cierta esta apreciación, ¿tiene algún significado que un montón de mujeres jóvenes educadas plenamente a la manera occidental deseen intervenir personalmente, poniendo en riesgo sus vidas, en el frente de batalla?
Desde luego que sí. Obsérvese que no hablamos de un país como Israel o de un ejército guerrillero, sino de Estados Unidos y, en el caso de Jessica, de la América rural. Considérese que la soldado Lynch servía en mantenimiento; es decir, una doble heroicidad: la del servicio auxiliar y la del riesgo al mismo tiempo. Téngase en cuenta que el modelo que simboliza Jessica es el de una mujer soldado y no el de una mujer general o mando del ejército. Recuérdese que, en las guerras del siglo XX, las mujeres representaron papeles silenciosos, pero eficaces, salvando vidas, como enfermeras u organizadoras, en retaguardia. En cualquier caso, que las mujeres de países presuntamente civilizados vayan a combatir al frente, sea en la posición que sea, es una completa novedad histórica: pueden morir, pueden matar.
Se puede alegar, inmediatamente y en visión rápida y superficial, que eso es la igualdad de los sexos. Probablemente esto es lo que deben de decir los generales americanos que encuentran en esa generación de mujeres que quieren ser soldados la bicoca de una entrega total -así suelen ser muchas mujeres- a la causa. ¡Por fin ellas son como ellos!, se ufanarán. Y los más tontos se tragarán el anzuelo. A fin de cuentas, todo está preparado -como me aseguraba hace poco una periodista experta- para que este verano nuestras ciudades se pueblen de mujeres soldado, vestidas a la última moda: el camuflaje, chalecos, pantalones cargo. Así el estereotipo se instalará junto a nosotros y hasta resultará sexy prepararse para matar.
Mirando algo más en profundidad se ve, por ejemplo, que esta guerra ha incorporado a las mujeres -que son las que dan la vida- al pelotón de los que matan. Como sus padres o como sus hijos. No me parece que matar a otros sea una conquista relevante para las mujeres, sino una indignidad y un signo de claudicación, una vez más, ante la autoridad indiscutible de un poder, que sigue siendo masculino, basado en la fuerza. Hay más: ser mujer y ser soldado debería ser incompatible en nuestra cultura, un oxímoron. Claro está que la inteligencia no tiene sexo, pero hay algo más hondo: ¿qué mujer puede ignorar que su diferencia básica estriba en dar la vida? Esta maldita guerra, por tanto, puede tener también consecuencias inesperadas. La confusión de ideas es ya un hecho que afecta a la identidad de los individuos. Pura ideología.
La guerra, aún vestida de posguerra, continúa.
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