Fiesta entre los iraquíes de EE UU
Miles de exiliados de Dearborn, Michigan, celebran la caída del régimen y sueñan con el regreso a su país
"Jamás olvidaré el día de la liberacion de Irak, como jamás olvidaré cuando fui a Disneylandia. ¿Sería usted capaz de olvidar el día que fue a Disneylandia?", pregunta Jassim, de 18 años, que celebra en las calles de Dearborn, la ciudad con la mayor comunidad iraquí de Estados Unidos, junto a otros cientos de exilados que acarician el sueño del retorno. Los automóviles desfilan por la avenida Warren haciendo sonar rítmicamente sus bocinas y los jóvenes se asoman por las ventanas ondeando enormes banderas estadounidenses. "God Bless America" (Dios bendiga a América), gritan entusiasmados. En las aceras, sonrisas y una adulación inocente e indiscriminada a Estados Unidos, el Reino Unido y España. "Déle las gracias a su Rey o a su presidente", dice Jassim.
Dearborn -un suburbio de Detroit, donde viven alrededor de 100.000 iraquíes y es el corazón de la empresa Ford Motor Company- lleva dos días celebrando la desaparición del régimen de Sadam Husein. En el barrio iraquí hay fiesta hasta pasada la medianoche. Profusamente coloridos e iluminados, los restaurantes ofrecen kebab y pan fresco a todas horas. Las mujeres con el pelo cubierto caminan en pantalones vaqueros ceñidos: los niños juegan en la calle y los más ancianos se acomodan en las entradas de sus tiendas para disfrutar del bullicio.
Observa la escena un hombre de rostro melancólico. Sus compatriotas lo tratan con cierta veneración por ser el médico que, a pesar de haber dejado Irak hace 23 años, aún tiene miedo a dar su nombre. Lejos de la euforia colectiva, mira fijo y despidiendo una vaharada de alcohol dice: "Sacrificar la vida para conquistar la libertad es insignificante".
Está convencido de que el exilio le tocó con el maleficio de la nostalgia. "No he podido encontrar un sol más hermoso que en Irak". Y como él, otros obreros, campesinos, y profesionales formados en Estados Unidos se enfrentan al dilema del retorno.
En la mezquita Kerbala, una enorme pantalla de televisión encendida a todas horas domina la sala de oraciones. Los hombres se han sentado en un semicírculo a su alrededor. El suelo está cubierto de tapices. Algunos ancianos se hallan arrodillados orando; otros, sentados en grupos de discusión. El imán Hesam, líder espiritual shií -turbante blanco, túnica gris, mirada astuta y brillante-, bromea con el público: "¿Es esto civilización? Por favor, bajen el volúmen de la televisión". El imán Hesam es de Nayaf, una de las tres ciudades santas para los shiíes tras La Meca y Medina de Arabia Saudí.
En la mezquita de Dearborn todos conocen a Mohamed. Hasta los niños pequeños han oído hablar de los martirios que padeció en la cárcel de Abu Gharib, la más grande de Irak; y cómo los guardias "practicaban kárate saltando sobre su espalda", dice el hijo de ocho años del imán Hesam. Las palizas salvajes lo dejaron semiválido; pasó dos años en una cama del hospital universitario de Michigan, donde fue sometido a varias operaciones. Mohamed pasó 13 años en Abu Gharib sin ver a familiares ni amigos. Este hombre altísimo y corpulento tiene un rostro atractivo, pero con una expresión dura, como si la crueldad de sus celadores fuera contagiosa. Al preguntarle si quiere volver a Irak después de tanto sufrimiento, se queda mudo, mira a sus cuatro hijos y a su mujer siria, que lo ha escuchado asintiendo con un gesto parecido a una sonrisa; inclina la cabeza, abre las palmas de sus manos y dice. "No sé. Es que hoy he recuperado a mi país".
Zaharaa, una joven de 17 años, toda vestida de negro, la cabeza cubierta, con un rostro bello y vivaz, hace de traductora para su padre, un campesino iraquí que escapó del ejército y tuvo que vivir casi una década sin ver a su familia en Arabia Saudí, un destino común entre los exiliados de Dearborn. Cuenta Zaharaa que, a pesar de haber sido muy pequeña, se sentía rodeada por "soplones y delatores" y que "instintivamente sabía que tenía que medir lo que decía y lo que hacía. No había nada espontáneo". Zaharaa, que quiere estudiar Medicina en la Universidad de Wayne, en Michigan, confiesa que estaba convencida de que Sadam Husein era "el gran padre; lo más grande". Tras unos meses en Estados Unidos "me di cuenta de la verdad".

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